Monarquías hereditarias u hombres fuertes que se aferran al poder, autoritarismo y patrimonialismo, han sido hasta hoy el abecé de la política en el mundo musulmán. Pero algo hondo está cambiando y Egipto podría dar el paso decisivo, como muestra este análisis histórico y actual.
Ricardo García Duarte *
Plaza, calle y masa
Tahrir ha sido –lo es– un mar de gentes. Que se concentran cada día. Que van y vienen, como en oleadas, al anochecer y en las mañanas. Que marchan por esas alamedas que confluyen como una estrella irregular en aquella plaza mayor. En la plaza de La Liberación.
Son trabajadores y profesionales; son amas de casa, algunas con sus críos. Hay allí intelectuales y activistas. Gentes del común. Reunidos todos ellos, forman una masa de composición variada, compacta a la vez; fluida y, sin embargo, persistente.
Es la multitud actuante. Que, en su variedad, se confunde en los mismos cantos, en las arengas vehementes, en iguales consignas; todas ellas eco de un propósito común, de un objetivo inobjetable: la expulsión del gobierno, la eliminación del régimen.
La masa como sujeto
En pocos días, la masa se ha tallado su propia estatura de sujeto político. Así se ha apropiado de un lugar para actuar: la calle y la plaza pública. Ha conseguido un medio para intervenir: la protesta pacífica, el grito de inconformidad –expresión oral que acompaña la marcha–; sin los desvaríos del crimen político, de la violencia o del terrorismo integrista.
Además se ha asegurado su propio horizonte de propósitos, legítimo y nítido: el del cambio político. Y por si esto fuera poco lo ha hecho sin contaminaciones religiosas, sin derivas confesionales; al menos no tan relevantes como cabría esperar dentro de la oposición popular en tierras de Mahoma. Pura protesta política es lo que ha habido, sin casi nada de alzamiento religioso. Como si de golpe la masa misma convirtiera la movilización en un medio de apertura y de secularización; algo que en uno y otro caso es signo de democratización.
Y no porque haya abandonado su devoción religiosa –lejos de ello–, sino porque hasta ahora ha sabido separar sutilmente la acción pública de sus creencias míticas, en lo que tiene que ver con el factor predominante de movilización social.
La plaza y la calle tomadas por la masa. El grito que se corea. Estos hechos no solo retan al gobernante específico –a Mubarack–. Desafían además al tipo de régimen en el que él se apoya, de suerte que el modelo de construcción política sale seriamente cuestionado del transe.
La política en el mundo islámico
En el mundo musulmán –tanto el árabe como el persa, tanto el del Maghreb como el del Medio Oriente– el poder político reúne tres grandes características: (1) Un excesivo control del poder coercitivo, (2) Una gran debilidad y estrechez de lo que se conoce como el espacio de lo político, y (3) Una fragmentación considerable del mundo social, homogeneizado sin embargo por una intensa identidad de carácter religioso.
La fragmentación social es la herencia ancestral de los clanes y de las tribus. Sobre ella se impone una identidad religiosa bajo el impulso interiorizado y cósmico de un monoteísmo de naturaleza misional y profetizante.
En el campo de la política, por otra parte, la fuerza y el mando dependen, o bien de organizaciones familiares o bien de organizaciones paraestatales (el ejército o el partido). Mientras tanto el resto del espacio político –el de las representaciones, el del debate y la deliberación, el de los partidos y la competencia electoral– es drásticamente reducido e incluso anulado; mientras en otros, en donde se permite el margen para su existencia, no deja de estar mezclado con la religión o con las influencias del poder de la riqueza.
Dos tipos de gobiernos
De hecho, existe el poder de la fuerza, manejado por una familia dinástica, por un ejército o por un partido; pero estas instituciones –la familia, el ejército o el partido– terminan por convivir con un precario espacio de lo político, dominado o penetrado por la religión y por la riqueza.
Con todo, el proceso de la descolonización que arrancó a estos pueblos del dominio de las metrópolis europeas, trajo, además de la autonomía nacional, la tentativa de modernización. La cual ha transitado, con diversa suerte, dentro de formatos diferenciados en cuanto al régimen de gobierno se refiere.
Gobiernos de hombres fuertes
Autoritarismo y patrimonialismo
Bajo uno u otro formato –el de las monarquías conservadoras (muy apoyadas en el control de la identidad religiosa) y el de los gobiernos civiles (nacionalismo de hombres fuertes apoyados por el ejército o el partido)– reaparecen una y otra vez dos prácticas tocantes a las formas de Estado, más profundas y más permanentes que las cambiantes formas de gobierno. Al decir de un estudioso del tema, Bertrand Badie, estas dos prácticas son el autoritarismo y el patrimonialismo[1]
El primero es el ejercicio de la fuerza sin el control de la ley, o la ley manipulada que se acomoda a la razón de la fuerza. El segundo es el control del poder político por los poderes sociales esto es, la riqueza, o la Iglesia, o las familias.
En los análisis de Badie, aún bajo las formas de gobierno más nacionalistas, más civiles y progresistas, se encuentran el autoritarismo y el patrimonialismo. El gobernante monopoliza, con el ejército y el partido, el control del poder político; mientras la construcción precaria del universo de la representación y del Estado en tanto comunidad ampliada de ciudadanos queda expuesta a las transacciones más o menos implícitas entre el centro del poder político y los poderes religiosos, familiares o patrimoniales, derivados de la propiedad sobre la tierra.
Egipto entre el progresismo autoritario y el autoritarismo pragmático
Egipto pertenece a la segunda modalidad, la de los regímenes civiles y hasta cierto punto nacionalistas, levantado sobre instituciones un tanto impersonales como el ejército y el partido. Lo ha sido desde cuando Nasser y sus “oficiales libres” derrocaron en 1952 a la monarquía del rey Faruk, para afirmar la independencia frente a los ingleses.
El coronel Gamal Abdel Nasser maridaba el nacionalismo frente a los designios de las metrópolis imperiales con la hermandad árabe por encima de las fronteras nacionales. Combinaba el agrarismo reformista con el espíritu de progreso técnico que luego haría evidente por ejemplo al construir la represa de Aswan. Con todo eso no abandonó el caudillismo alimentado por el sentimiento antimonárquico de sus colegas del Ejército y el nacionalismo que se puso de presente con la toma del Canal de Suez contra ingleses y franceses en 1956.
Sin embargo la aureola de caudillo carismático, pan-árabe y progresista que ostentaba el líder egipcio recibió en 1967 un mazazo del que no pudo recuperarse, de manos de Moshe Dayan, el jefe militar de los israelíes, quien en pocos días destruyó la aviación de los egipcios, ocupó el Sinaí y humilló a Nasser de modo irreparable.
Después vino Sadat, quien pactó con los vencedores y se olvidó del pan-arabismo, para luego ser asesinado por fundamentalistas infiltrados en las filas del ejército. Luego de Sadat, extrovertido y cercano a Nasser, el puesto lo ocupó Hosni Mubarack, menos nimbado de heroísmo que sus antecesores pero quizá más pragmático, y que supo prolongar su poder durante los últimos 30 años.
La constante autoritaria
Con distintas personalidades y con conductas prosaicas o de alto vuelo histórico, tanto Nasser o Sadat como Mubarack durante los últimos 58 años colocaron a Egipto en la senda de un desarrollo de nivel medio y consolidaron un régimen autoritario que basa su ejercicio en el Estado de excepción, que concentra los tres órganos del poder (en apariencia independientes) y que reduce a la oposición a mínimas expresiones. El patrimonialismo de este régimen adquiere su máxima expresión en el intento de propiciar una sucesión dinástica en cabeza de Gamal, el hijo del gobernante.
En tales condiciones, ha estallado la protesta popular. La calle –convertida en la nueva escena de lo político– ha sido tomada por una masa, que de ese modo se configura en una especie de contra-poder.
Mientras tanto, el ejército –baluarte del régimen y agente de la legitimidad histórica– se mantiene neutral. Lo cual sirve para que la protesta siga viva; y, contradictoriamente, para que el gobierno sobreviva mientras se le va estrechando el cerco. Pero, claro, también sirve para que eventualmente se reúnan las condiciones que faciliten una transición política, mediante una honorable salida del poder por parte de Mubarack y la apertura controlada hacia un nuevo régimen.
¿Democracia y secularidad para Egipto?
El nuevo Régimen, a la manera de Turquía, podría implicar una secularización relativa de la política y una competencia abierta de partidos. O hasta quizá un modelo singularmente “egipcio” de secularización avanzada, de democracia electoral abierta y de construcción autónoma del espacio de lo político, algo que por demás constituiría un cambio cultural de proporciones históricas.
Claro: también puede suceder que todo cambie para que nada cambie. Otros rostros con el mismo régimen; algo que sería probablemente del agrado de Estados Unidos y de Israel, en busca sólo de los equilibrios de poder en el Oriente Medio. Pero que no dejaría de ser una oportunidad perdida para la democracia como sistema conciliable con el Islam; y como base política para una solución real de paz en la región; es decir, para una paz perpetua -al decir de Kant- en esta conflictiva zona.
*Cofundador de Razón Pública. Para ver el perfil del autor, haga clic aquí.
Notas de pie de página
1. Ver por ejemplo: Les Deux États. Pouvoir et société en Occident et en terre d’Islam, Paris, Fayard, 1987; reeditado por Seuil (Points Essais), Paris, 1997