Eficacia de la Fuerza Pública y adecuación de estrategias: ¿hacia una paz sostenible? (Segunda parte) - Razón Pública
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Eficacia de la Fuerza Pública y adecuación de estrategias: ¿hacia una paz sostenible? (Segunda parte)

Escrito por Francisco Leal Buitrago
FranciscoLeal

FranciscoLeal Un balance severo de los progresos reales hacia la paz. La estrategia del gobierno actual se ha estancado. El uso excesivo de la fuerza no ha golpeado a las organizaciones delictivas. La seguridad ciudadana no avanza. El momento adecuado para la paz está todavía lejos*.

Francisco Leal Buitrago **

Freno a la guerrilla, pero estrategia estancada

El embate de las fuerzas del Estado mantuvo a raya a las FARC durante el período 2009 – 2011, sin que este equilibrio inestable implicara su derrota en un tiempo predecible, pese a los vaticinios militares triunfalistas –como el ‘fin del fin’ del Comandante de las Fuerzas Militares– en plena euforia de los éxitos de 2008.

Además de la talanquera oficial a las acciones de la guerrilla, han sido importantes las deserciones y el ‘sapeo’, alentados por el atractivo de las recompensas y los beneficios ofrecidos por el gobierno a desertores y criminales, pasando por alto normas y escrúpulos éticos. Este énfasis no operativo ha ido a la par de los rendimientos relativamente decrecientes de costosas operaciones militares contra las Farc.

La persistencia en el uso de medios militares y la limitación en el empleo de recursos políticos de la Política de Seguridad Democrática (PSD) son evidencia del estancamiento en el diseño de cambios efectivos en la estrategia de la Fuerza Pública. No se han vislumbrado ideas importantes que incorporen medidas políticas o militares novedosas, que se necesitan para frenar el aumento desmedido del presupuesto en seguridad y en recursos militares durante los últimos años, factor que contribuirá a agravar problemas fiscales recurrentes.

Las cifras de la guerra

Al comenzar el primer gobierno Uribe, en agosto de 2002, el pie de fuerza en el país era de 313.406 efectivos, 203.283 de las Fuerzas Militares y 110.123 de la Policía Nacional. Ocho años después, al finalizar el segundo gobierno Uribe, el total de efectivos había aumentado a 426.014, 267.629 de las Fuerzas Militares (31,6 por ciento de aumento) y 158.385 de la Policía Nacional (43,8 por ciento de aumento).

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El Presidente anunció el relanzamiento de la Política de Consolidación de la Seguridad Democrática ¿Más de lo mismo?

En 2010, el presupuesto del Ministerio de Defensa sobrepasó los 15 billones y medio de pesos, de los cuales poco más de 63 por ciento correspondían a las Fuerzas Militares y el resto a la Policía Nacional. Según el DNP, en ese año se gastaron 21 billones de pesos en defensa y seguridad (3,83 por ciento del PIB), de los cuales 90 por ciento se destinó a funcionamiento y sólo 10 por ciento a inversión.

En cuanto a las FARC, objetivo principal de la PSD, según la Fundación Nuevo Arco Iris, a comienzos de 2009, tenían cerca de 10.800 efectivos, distribuidos en 64 frentes, y de acuerdo con la Fundación Seguridad & Democracia, 7.000 efectivos en el mismo año. Por las condiciones del conflicto, cualquier estimación que se haga al respecto resulta incierta. Según distintas fuentes, para 2010, las cifras más probables fluctuaban entre 6.000 y 10.000, con actividades en alrededor de 200 municipios, en especial en Cauca, Caquetá, Nariño, Huila y Meta.

El manejo político de la PSD

En el plano político de la PSD, la preocupación principal del gobierno Uribe fue ir cerrando el espacio nacional e internacional ganado desde sus inicios por las FARC, que ha seguido buscando internacionalizar el conflicto —de manera insistente, aunque utópica— para recibir apoyos externos.

El mayor logro de esta perseverancia oficial se obtuvo en el frente interno. Una muestra significativa fue la multitudinaria marcha en contra del secuestro, en febrero de 2008, alentada por el odio contra esa guerrilla, inducido oficialmente de manera sistemática sobre la base de los crímenes de la guerrilla.

Hasta 2009, ese odio fue utilizado de manera recurrente para alimentar la polarización política de la opinión pública a favor del Presidente, con miras a su reelección: toda crítica en contra del gobierno era estigmatizada como condescendencia con las FARC y con el terrorismo. Aunque durante los últimos meses del segundo gobierno Uribe mermó este permanente ‘repique oficial’, no desapareció del todo –dado el incremento de la inseguridad en las ciudades–.

En el contexto internacional, la permisividad de los gobiernos de Ecuador y sobre todo de Venezuela con las FARC sirvió para que se redujera el espacio político internacional de esta guerrilla y se cerraran posibilidades de mediación externa, como resultado de las denuncias del gobierno colombiano. La liberación de las figuras políticas en 2008 con la ‘Operación Jaque’ frenó la forzada condescendencia oficial con las mediaciones. En términos de apoyo de la población, las Farc cuentan con grupos dispersos de milicianos urbanos y de simpatizantes rurales, en sus zonas históricas de influencia y en grupos de ‘cocaleros’.

Este fue el eje de ejecución de la PCSD, que incluyó improvisaciones con graves consecuencias, como haber permitido en 2007, con gran despliegue oficial, el protagonismo del presidente venezolano Hugo Chávez en la liberación de secuestrados, para luego desautorizarlo de manera pública. Otra costosa decisión fue la incursión armada en Ecuador en 2008, para eliminar al número dos de las FARC, lo que provocó la ruptura de relaciones con Colombia por parte de ese país. En el resto de líneas de acción de esa política han primado las inconsistencias y el ensayo y error.

Falsos positivos y ausencia de “seguridad ciudadana”

La visibilidad de los problemas y el deterioro de la PSD ya se habían hecho evidentes durante 2008. Dos aspectos en especial mostraron el agravamiento de los problemas derivados de la seguridad en el país:

  • El primero se refiere a que, desde los inicios de la PSD, se ejerció una presión castrense jerarquizada, encabezada por el propio presidente Uribe, que se proyectó en el ámbito militar mediante estímulos improvisados que exigían resultados, medidos con frecuencia por ‘muertes enemigas’ o body count, según la tradición. Como resultado de esta práctica, se cometieron auténticos crímenes, disfrazados bajo el eufemismo de ‘falsos positivos’. La opinión pública conoció desde su negación oficial inicial en 2008 –al parecer por incredulidad– hasta su reconocimiento forzado y a cuentagotas. Según el CINEP, hubo 1.119 casos registrados entre 2001 y 2010.

Esos crímenes reflejan una larga historia nacional de violación militar a los derechos humanos, la persistente presión presidencial por resultados tangibles sin medir las consecuencias y el rápido crecimiento del pie de fuerza, cuyo problema mayor ha sido la deficiente preparación profesional y sus efectos negativos como facilitar la comisión de delitos en medio del conflicto armado.

Los necesarios ajustes en la Fuerza Pública durante el primer año y medio del segundo período presidencial incluyeron el reemplazo de muertes por deserciones de prisioneros como indicador central de eficacia, pero la tendencia del body count continuó. La insistencia del Presidente y su limitada visión del entorno internacional lo llevaron a rechazar los reclamos de organismos internacionales por violación de los derechos humanos.

  • El segundo aspecto que mostró el agravamiento de los problemas derivados de la seguridad fue una clara omisión de la PSD desde sus inicios: la ausencia del componente básico de ‘seguridad ciudadana’, que corresponde a las áreas urbanas.

A diferencia de la acción militar que es ofensiva, la seguridad ciudadana es en esencia preventiva. Fue notoria la escalada de la inseguridad urbana durante los dos últimos años de gobierno de Uribe. El desempleo abierto, el subempleo en ascenso y la persistente inequidad han ubicado al país en los primeros lugares en el continente y en el mundo, y estimulado el ‘rebusque’ a como dé lugar.

Ante esa omisión de la PSD, en 2009 la Policía Nacional buscó compensar este vacío por iniciativa propia, pues esa dimensión de la seguridad es fundamental en un país urbano como Colombia. El experimento de tal iniciativa es el llamado ‘Plan Nacional de Vigilancia Comunitaria por Cuadrantes’, PNVCC, que recogió experiencias de España y Chile. Pero el exceso de funciones y tareas de la Policía dificulta el cumplimiento de su función preventiva, en buena medida por causa del conflicto armado.

El repunte neoparamilitar

Hubo otra falla de la PSD percibida desde años antes: el repunte paramilitar progresivo, bautizado por el gobierno como bandas criminales (BACRIM). Este otro eufemismo tuvo como objetivo mantener la idea oficial del éxito en la desaparición de esa expresión criminal de extrema derecha.

Por supuesto, todas las expresiones delincuenciales organizadas son bandas criminales. Unas dedicadas al narcotráfico, grupos sin desmovilizarse, otros que cometen acciones antisubversivas propias de paramilitares, entronques con parapolíticos y combinación de éstas y otras modalidades. Pero hay que considerar también que los grupos de paramilitares siempre tuvieron relación –o estaban mezclados– con narcotraficantes.

Este repunte paramilitar es resultado de varias causas: improvisaciones en las desmovilizaciones, falsedad en desmovilizaciones y desmovilizados, mezcla con narcotraficantes y políticos en las desmovilizaciones, ineficaz política antidrogas impuesta por Washington y ausencia de visiones políticas más allá de la coyuntura del momento.

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Los Buitragueños, encabezados por Martín Llanos, son una de las bandas criminales que sobrevivieron a la desmovilización paramilitar.

Pero el caldo de cultivo de esta reproducción del crimen organizado en bandas –y del ascenso de la delincuencia común en las ciudades– es la persistente y profunda exclusión social en el país, en coctel explosivo que mezcla la pobreza con desempleo, el subempleo o empleo informal, el problema de tierras y el contraste entre miseria y opulencia en las mismas zonas geográficas.

Y como si fuera poco, hay que agregar la recurrencia de prácticas violentas como mediadoras de la política a lo largo de la historia republicana del país, consecuencia de la persistente debilidad política del Estado. Pero, paradójicamente, el fortalecimiento financiero del Estado durante las últimas décadas alimenta tal debilidad, mediante una mayor capacidad para el ejercicio del clientelismo y la corrupción.

 

Cambio de gobierno sin nuevas estrategias

La temprana sorpresa brindada por el presidente electo Juan Manuel Santos (2010-2014), en el sentido de comenzar a desligarse de la pesada herencia del gobierno anterior, incluyó el diseño de políticas sociales que sustentan resultados de acciones efectivas de la Fuerza Pública y, lo más importante, que reducen hacia el futuro la necesidad de emplear esa fuerza en acciones armadas.

Se destaca el hecho de enfrentar el grave problema social y político de tierras con un proyecto de ley y su posterior aprobación: la ‘Ley de víctimas y restitución de tierras’, aprobada en junio de 2011. Esta decisión despertó poderosos oponentes y expresa tal vez el problema más prolongado y con mayores efectos negativos en la historia nacional.

La sorpresa dada por el Presidente incluyó además la voluntad de ‘destapar ollas podridas’ de corrupción –como es el caso de la salud–, problema generalizado en el país que incide de manera negativa en la seguridad, por el debilitamiento político que produce en el Estado.

La ley del ‘Estatuto Anticorrupción’ fue aprobada al tiempo con la ley de tierras. El complejo entramado de corrupción incluye no sólo a funcionarios públicos, sino a congresistas, ‘caciques’, autoridades regionales y locales, y contratistas del Estado, en muchos casos en alianza con paramilitares y narcotraficantes.

Pero también hubo sorpresas en política exterior. No sólo por el notorio contraste con el gobierno anterior, que la orientó casi exclusivamente en función de los intereses estadounidenses en seguridad, incluida la prolongada e ineficaz lucha prohibicionista y punitiva contra las drogas, que ha traido graves implicaciones para la seguridad del país. La atención temprana que puso el gobierno a las relaciones internacionales y a su posicionamiento en el contexto internacional son haberes para una futura paz que sea sostenible.

Frente a este panorama, sin duda positivo, el nuevo gobierno Santos no le ha puesto debida atención a otros problemas sociales que alimentan la inseguridad, como el creciente subempleo. Tampoco ha abordado la urgencia de combatir la inequidad social, con políticas destinadas a contrarrestar factores que la reproducen, como ocurre con la mala calidad de la educación en el país.

La continuidad del modelo de desarrollo neoliberal hace imposible que el gobierno aborde una política global sobre tal inequidad, que incluya por ejemplo una desconcentración de tierras mayor a la que se puede esperar de una difícil aplicación de la ley de tierras.

Los errores de la estrategia

Al observar asuntos que tienen que ver directamente con la lucha armada y la Fuerza Pública, no se perciben cambios de importancia. Ha sido clara la continuidad del énfasis represivo, comenzando por confirmar la tendencia de aumento presupuestal en seguridad.

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El gobierno de Uribe aprovechó el odio hacia las FARC para consolidar su respaldo. Un ejemplo: las marchas del 4 de febrero de 2008.

En el campo policial, el gobierno anunció desde sus inicios una política de seguridad ciudadana, preventiva y proactiva, que se concretó en aumento de policías en las ciudades –aspecto positivo–, proyectos sobre Código de Convivencia Ciudadana, modificaciones a los códigos Penal y de Procedimiento Penal, y Ley de Infancia y Adolescencia, además de rescatar la iniciativa policial del ‘plan cuadrantes’. Pero el problema de esas iniciativas radica en el énfasis en los castigos y la insuficiencia en términos de prevención y de educación, tan necesarias en el país.

En cuanto al presupuesto, no hubo redistribución importante frente a la conveniencia de reforzamiento policial y de poner freno al sobredimensionamiento de los recursos militares. Por ejemplo, tanto la ‘Operación Sodoma’ —ejecutada al mes de iniciado el gobierno, en septiembre de 2010, que eliminó al temido ‘Mono Jojoy’— como la ‘Operación Odiseo’ — en los primeros días del pasado noviembre, que acabó con ‘Alfonso Cano, jefe de las FARC— lograron resultados positivos que hubieran podido obtenerse sin el exceso de recursos invertidos, ante el miedo a fracasar en la desaparición de estas dos cabezas de la guerrilla.

La inercia de operaciones recientes (‘Fénix’, ‘Jaque’ y ‘Camaleón’) tiene mucho de negativo, en el sentido de aplicar los avances en inteligencia y cooperación entre fuerzas a costosas operaciones conjuntas puntuales que buscan acabar con figuras emblemáticas del crimen (modelo israelita), con un trasfondo de vendetta y búsqueda de réditos políticos y mediáticos.

Los éxitos de esas acciones no siempre coinciden con una evaluación positiva en términos de seguridad sostenible, pues las estructuras jerárquicas rápidamente suplen los espacios vacíos, no pocas veces con ventaja.

Estas acciones –que inducen triunfalismos negativos– contribuyen a descuidar el diseño y la aplicación de estrategias dirigidas a afectar en profundidad estructuras permanentes de las organizaciones delictivas, que dan continuidad al conflicto. También, provocan situaciones contradictorias, como cuando se desmantelan estructuras jerárquicas que hubieran servido para alcanzar una paz negociada, pues la mayoría de conflictos armados internos terminan en esta forma.

En este sentido, habría que evitar la fragmentación y dispersión en bandas de delincuencia común que crean ‘inseguridades difusas’. Un ejemplo al respecto es el postconflicto en El Salvador, con sus altas y prolongadas tasas de criminalidad.

A este problema se añade la reafirmación del uso de recompensas por información, práctica que ha planteado no pocos interrogantes ‘éticos’ y de corrupción, para no hablar del estímulo para cometer crímenes. La eficacia de la inteligencia apoyada en recompensas no es la mejor fórmula para llenar el vacío de formación de ciudadanía en el país, y sí contribuye al deterioro de los frágiles valores ciudadanos, mediante alicientes al dinero fácil, vicio generalizado y estimulado desde hace largo rato en todos los niveles de la estructura social.

Exceso de fuerza y paz todavía lejana

Aunque la inteligencia –técnica y humana– y la cooperación en este campo entre las fuerzas armadas fueron mejoradas significativamente desde antes, no se han aprovechado lo suficiente y de la mejor manera. En un conflicto como el colombiano, estas herramientas son el mejor antídoto frente al desmedido presupuesto en defensa, destinado a mantener un pie de fuerza militar excesivo y costoso, con graves consecuencias a mediano y largo plazo.

Tal capacidad operativa debería orientarse más hacia la seguridad preventiva —la de carácter policial— y menos hacia la seguridad ofensiva, que es la militar, además de limitar los costosos golpes de mano con más trasfondo de propaganda política que de seguridad sostenible.

Desde sus inicios, frente a repetidos golpes de mano de las guerrillas a la Fuerza Pública, a partir de 2010, el actual gobierno afirmó por intermedio del anterior ministro de Defensa, que esas fuerzas ‘se estaban reinventando’ y que estaban a la ofensiva y no replegadas como se había afirmado. Además, señaló que la ‘amenaza terrorista’ había evolucionado y que la Fuerza Pública también tenía que evolucionar.

Haciendo eco a estas afirmaciones, el Presidente anunció el relanzamiento de la Política de Consolidación de la Seguridad Democrática (¿más de lo mismo?). Los posteriores y prolongados desastres invernales desde finales de 2010 le restaron capacidad gubernamental al avance en frentes sociales que soportan la seguridad. Pero es justo reconocer que en el plano operativo las Fuerzas Militares han logrado en el último año la eliminación y captura de varios mandos medios de las FARC, además de la eliminación de ‘Alfonso Cano’.

En este contexto político, militar y policial, no es claro el camino para aproximarse hacia una paz que sea sostenible en el país. Pese a que su búsqueda seguramente ha estado presente en la mente del Presidente, tanto los recursos utilizados hasta ahora, como la herencia política recibida y el modelo de desarrollo reafirmado no han sido afortunados para avanzar hacia la satisfacción de esta necesidad que, sin ninguna duda, es la prioridad número uno de la sociedad.

* Este análisis para Razón Pública es la adaptación de un estudio más amplio que apareció en la revista Análisis Político (Numero 73, Septiembre – Diciembre de 2011) bajo el título “Una visión de la seguridad en Colombia”.

** Sociólogo, Profesor Honorario de las universidades Nacional de Colombia y de Los Andes.

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