Educación: ¿qué nos deja la pandemia de COVID-19? - Razón Pública
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Educación: ¿qué nos deja la pandemia de COVID-19?

Escrito por Francisco Cajiao
Francisco Cajiao

La pandemia produjo un desastre social. La educación de las niñas, los niños y los jóvenes sufrió la peor parte.

Francisco Cajiao*

Nueve meses de pandemia

Al evaluar este largo período de cierre de las escuelas, colegios y universidades, es natural encontrar tanto apreciaciones optimistas como previsiones apocalípticas.

Para cada visión hay argumentos; estos muestran la dificultad de hacer un juicio sin antes definir criterios para contrastar los hechos y las evidencias.

Las miradas optimistas

Los optimistas ven una oportunidad única para el protagonismo de las TIC. De este modo, los sistemas educativos dieron un vuelco definitivo que va a perdurar, dando a la virtualidad un papel que no había tenido.

También se destaca el compromiso de las instituciones y de los maestros para adaptar su trabajo a estas realidades; se da gran relevancia al papel que asumió la familia al acompañar el proceso educativo de sus hijos.

Por supuesto, se reconoce la pronta respuesta del Gobierno nacional y de los gobiernos locales para adecuar la infraestructura y ofrecer alternativas de educación a distancia utilizando plataformas, televisión, radio y guías impresas, así como para adecuar los programas de alimentación a las condiciones de aislamiento.

Esta versión positiva de lo ocurrido se parece a la conversación de un grupo de náufragos que, después de una semana en medio del océano, son rescatados en condiciones precarias.

Aun así, son capaces de reconocer que aprendieron a sobrevivir: algunos consiguieron aprender a nadar apenas lo suficiente para llegar al bote salvavidas; hubo quienes supieron tranquilizar a los que sufrían pánico, y al final fueron capaces de dosificar las raciones para llegar a buen término.

En este caso, las lecciones aprendidas superan la sensación de tragedia de un naufragio. El problema es que, si el rescate no ocurre en el momento adecuado y comienzan a perderse vidas, los pocos sobrevivientes no podrán decir al final que fue una oportunidad para aprender habilidades importantes.

Foto: Alcaldía de Bogotá - Los niños y jóvenes, sin la menor duda, han llevado la peor parte de la pandemia.

Como evaluar la situación

Por eso, es necesario señalar algunos referentes básicos para hacer un balance de lo ocurrido en 2020:

  • La educación no se limita a lo que ocurra en las instituciones formales. Desde el nacimiento, comienza un proceso de transmisión cultural en la familia y en la comunidad. Allí se adquieren aprendizajes fundamentales, con los que los niños participarán en un grupo humano, compartirán un conjunto de significados y dominarán un extenso repertorio de comportamientos modelados y transmitidos de generación en generación.

La capacidad de transmitir la experiencia y el saber acumulado es lo que nos hizo humanos en el transcurso de la evolución. Desde el nacimiento hasta la muerte estamos aprendiendo: así nos adaptamos al ambiente.

  • El derecho a la educación —consagrado en la Constitución— se refiere a la oportunidad universal, que debe proveer el Estado, de recibir educación formal en instituciones.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos reclama condiciones de acceso, gratuidad y obligatoriedad para que todos los niños, niñas y jóvenes puedan asistir a instituciones educativas (artículo 26). Allí, deberían adquirir conocimientos, competencias y habilidades para desarrollar sus capacidades en las mejores condiciones de igualdad posibles.

El Estado, la familia y la sociedad deben colaborar para que existan las instituciones necesarias, los profesionales idóneos y las condiciones de calidad que aseguren la mayor equidad posible en las primeras etapas de la vida.

Los maestros, en su inmensa mayoría, respondieron a los nuevos desafíos con los recursos que tenían a la mano, haciendo lo mejor que podían

  • El proceso educativo que corresponde a la escuela debe considerar los conocimientos y desarrollos de la investigación científica y la práctica pedagógica; de este modo se descubren rutas apropiadas para acompañar a los niños en sus aprendizajes básicos y a descubrir sus intereses y capacidades.

La función de la escuela no se limita a distribuir información o a preparar a los estudiantes para aprobar exámenes reducidos a unas cuantas habilidades cognitivas; el proceso educativo también incluye la formación de un ciudadano capaz de convivir con otros, aprender con otros, resolver conflictos, idear proyectos y construir vínculos.

La pandemia de COVID-19 precipitó un desastre social que ha afectado la vida de toda la población; los niños y jóvenes, sin la menor duda, han llevado la peor parte.

Los esfuerzos por mantener la educación

Cuando se declaró el confinamiento general, se suspendió el transporte; se cerraron establecimientos comerciales, centros culturales e instituciones educativas: ante el desconocimiento de lo que estaba ocurriendo, estas medidas eran inevitables.

La prioridad fue evitar la circulación libre del virus mientras se adecuaban los sistemas sanitarios y se avanzaba en la búsqueda de estrategias para contener y tratar la enfermedad.

Muy pronto comenzaron a verse los devastadores efectos económicos de las medidas de aislamiento, y por eso comenzó el proceso gradual de reactivación de diversos sectores.

En el primer momento, el sector educativo reaccionó de manera muy positiva: buscó alternativas para que los estudiantes prosiguieran sus estudios mediante el uso de tecnologías informáticas, radio, televisión y guías impresas.

Los maestros, en su inmensa mayoría, respondieron a los nuevos desafíos con los recursos que tenían a la mano, haciendo lo mejor que podían, aunque muchísimos no tuvieran los conocimientos, la experiencia, los equipos y la conectividad adecuados para semejante transformación instantánea.

Reconociendo las limitaciones, se debe destacar el enorme esfuerzo que estos meses han exigido de rectores, familias, estudiantes, autoridades educativas y, claro, de los miles de educadores; estos últimos aumentaron sus tiempos de trabajo para aprender a manejar este mundo tecnológico y, al mismo tiempo, estar en contacto con niños y familias.

Esto no equivale a decir que se haya tenido un gran éxito, que los niños hayan aprendido más ni que los educadores se sientan satisfechos.

Los otros daños de la pandemia

Si esto hubiera durado dos o tres meses, podría hablarse de un saldo positivo, pues quedarían nuevos aprendizajes y, en cambio, no se hubiera registrado un daño demasiado grande.

Por lo contrario, todo un año en esta condición representa la suspensión permanente de un derecho fundamental, precisamente para la población más frágil. Mientras los países más avanzados retornaron de manera general a clases en septiembre, nosotros aún tenemos dudas para 2021.

Los organismos de carácter científico y académico están publicando informes preocupantes. La Unesco, la OMS y muchos médicos y psiquiatras en Colombia advierten sobre los daños del confinamiento. Las enfermedades mentales han aumentado de manera preocupante, incluyendo el pensamiento suicida en niños y adolescentes.

Entre los niños más pequeños se han hecho más frecuentes los trastornos de sueño y la pérdida de interés en las actividades escolares. Hay serias preocupaciones por los problemas no reportados de conflicto intrafamiliar; algunos son casos graves de maltrato y violencia.

Estas consecuencias perjudican la salud de manera más grave que el propio virus; a esto debe añadirse el atraso escolar, cuya magnitud fue de dos años en los primeros tres meses de confinamiento, según algunos analistas.

Las enfermedades mentales han aumentado de manera preocupante, incluyendo el pensamiento suicida en niños y adolescentes.

En un principio, estuvo bien enviar tareas y ejercicios por internet para mantener vivo el proceso de aprendizaje. Sin embargo, fue evidente desde el comienzo la dificultad de acceso en un país que está lejos de disponer de una infraestructura de telecomunicaciones capaz de sostener semejante volumen de datos. El resultado ha sido una inmensa inasistencia efectiva, especialmente en los sectores más pobres.

Un derecho universal para pocos

Se han ampliado las brechas entre ricos y pobres; entre población rural y urbana; entre quienes tienen equipos de alta tecnología, los que apenas se las arreglan con un celular barato y los que no tienen nada.

Prolongándose por todo un año escolar, la COVID-19 comienza a dejar huellas más profundas. Hay un alto riesgo de que la deserción aumente: muchos adolescentes manifiestan no querer regresar a las aulas.

Ya ocurre en colegios privados que volvieron a la presencialidad hace un par de meses: las familias no los envían, con el argumento del virus, sabiendo que así no pagan transporte y alimentación; en otros casos, a los chicos les da pereza.

Por fortuna, el Ministerio de Educación ya ha dicho que se regresará a las aulas en 2021. Mientras tanto, los países europeos —donde ha habido rebrotes mucho peores que la primera ola pandémica— mantienen abiertos los colegios, sin dudar un momento; pero nosotros todavía pensamos que el derecho a la educación de niños y jóvenes es optativo.

No es casual que los países del mundo hablen de educación gratuita y obligatoria.

Ojalá no tengamos que ver a miles de niños sin escolaridad —las oportunidades irremediablemente perdidas— para saber si esta pandemia fue una gran falta de comprensión del derecho fundamental a la educación.

La Corte Constitucional ha señalado en diversas oportunidades (sentencias T­323 de 1994, T-550 de 2005, T-1228 de 2008 y en la C-376 de 2010) que la educación es un derecho de carácter fundamental y obligatoria para todos los menores entre 5 y 18 años.

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