
El presidente escoge a quienes deben controlarlo, y para eso le sirve la mermelada. ¿En que quedaron la separación de poderes, la rendición de cuentas y la lucha contra la corrupción?
Luis Hernando Barreto*
Los elegidos
Recién posesionado como presidente, Iván Duque se resistió a influir en la elección del actual contralor general por parte del Congreso.
Casi un año después sucumbió a la presión de la mayoría de congresistas, que se quejaban de la falta de «mermelada».
A través del Ministerio de Hacienda, se le ofrecieron 636.000 millones de pesos al contralor para aumentar la nómina de este organismo de control. En efecto, el 16 de marzo del 2020, el presidente expidió el Decreto 406, mediante el cual fueron creados 709 cargos nuevos en la Contraloría. A pesar de la magnitud de ese gasto, no se expresaron dudas sobre este decreto expedido durante la pandemia.
Ante la sorpresiva renuncia del fiscal Martínez Neira, el presidente envió una terna de candidatos a la Corte Suprema de Justicia. Con el apoyo del contralor general, se eligió a Francisco Barbosa: amigo personal y compañero de estudios de Iván Duque.
Recientemente, la Cámara de Representantes eligió a Carlos Camargo como nuevo Defensor del Pueblo, a partir de la terna que había enviado el presidente de la República, previo acuerdo político con los partidos.
En enero del 2021 tiene que posesionarse el nuevo Procurador General de la Nación; ya se conformó la terna con los candidatos que eligieron la Corte Suprema de Justicia, el Consejo de Estado y el presidente de la República. Desde ya se sabe que Margarita Cabello, la candidata del presidente, será la ungida por el Senado: cuenta con los votos de los partidos Centro Democrático, Conservador, Cambio Radical y de la U.
Adicionalmente, el presidente, la Corte Suprema y el Consejo de Estado tendrán que conformar ternas para enviarlas al Senado y cubrir dos vacantes: la del magistrado de la Corte Constitucional Carlos Bernal, que renunció, y la de su colega Luis Guillermo Guerrero, que cumplirá su período en septiembre del 2020.
Los organismos no cumplen su papel
Colombia aún no ha podido superar serios retos políticos:
- La facilidad con la que la corrupción permea las instituciones públicas: entre otros, Odebrecht, Hidroituango, Reficar y el ‘cartel de la toga’;
- La impunidad con la que a diario son asesinados líderes sociales, exguerrilleros desmovilizados y nuestros niños y jóvenes;
- La insuficiencia de las políticas públicas para diversificar la economía, crear empleo, superar la pobreza y redistribuir equitativamente la riqueza;
- La falta de coordinación entre la política criminal y la política social para diferenciar el delito de la protesta ciudadana.
Estos desafíos acumulados a través de nuestra historia se han convertido en males endémicos, crónicos y estructurales de nuestra sociedad. Parece que el Estado fuese indiferente, negligente e incapaz de detener y revertir estos fenómenos.
La misión de los organismos de control es defender los recursos públicos, los bienes jurídicos, los derechos humanos y el interés general de la sociedad; aun así, se acostumbraron a recoger y administrar, cada vez que cambian sus directivos, un creciente inventario de estos males.
Los organismos de control presentan sus ejecutorias en cada rendición de cuentas. De todas formas, se siguen perdiendo muchos recursos públicos y, como si fuera algo normal, agentes legales e ilegales siguen vulnerando los derechos de la población.

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La normalización de lo nefasto
Esa normalización se ha institucionalizado en la aplicación del habeas corpus por vencimiento de términos, así como en la mercantilización del derecho penal a través del principio de oportunidad.
Por ejemplo, la normalización de la impunidad se constata cuando, para que los homicidios no prescriban penalmente, se declaran masacres y asesinatos de líderes políticos de hace varias décadas como crímenes de lesa humanidad. En el mismo sentido, se decretó que no prescribirán disciplinariamente más de cien procesos sobre violaciones de derechos humanos e infracciones al Derecho Internacional Humanitario.
Lo anterior contradice la regla de oro de la criminalística: cuanto más rápido se investiguen los hechos, más alta será la probabilidad de encontrar la verdad.
La «ñeñepolítica» no puede normalizarse como parte de ese inventario de impunidad, por cuenta del conflicto de interés que tendría el actual fiscal al abordar esta investigación. Urge el nombramiento de un fiscal ad hoc.
La futura procuradora deberá ser independiente, para apoyar el cumplimiento del acuerdo de paz y el funcionamiento de la Jurisdicción Especial para la Paz. También le corresponde hacer respetar las decisiones judiciales, sobre todo las penales. No debe permitir, como le corresponde, que se normalicen las agresiones de funcionarios públicos a la Corte Suprema de Justicia.
En buena hora la Comisión Interamericana de Derechos Humanos se pronunció sobre las arbitrariedades del exprocurador Alejandro Ordóñez respecto de los derechos políticos de Gustavo Petro, actual senador. Esto clausura cualquier tentación de uso indebido del control disciplinario de cara a las elecciones del 2022.
Lentitud procesal
El Contralor se gastó dos años en tramitar una reforma constitucional. Esta reforma infló la nómina del organismo de control y aumentó su poder para usurpar las funciones de contralorías territoriales y del sistema nacional de control interno. Ha logrado hallazgos sobre la contratación en las regiones; le quedan otros dos años para actuar sobre la gran corrupción nacional.
María Isabel Rueda entrevistó a Carlos Bernal —exmagistrado de la Corte Constitucional— y le preguntó: «¿usted cree que la Corte actual tiene influencias externas de expresidentes, congresistas y políticos activos?», a lo que Bernal contestó: «yo pienso que sí». Esta respuesta podría explicar por qué la Sentencia 140 del 6 de mayo de 2020 devolvió el sistema de control fiscal a algo muy similar al que existía antes de la Constitución de 1991.
Finalmente, la institucionalidad judicial se pondría a prueba en caso de que la Corte Constitucional tenga que dirimir un eventual conflicto de competencia entre la Fiscalía y la Corte Suprema de Justicia: el trámite de los procesos penales que involucran al expresidente Álvaro Uribe.

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Presidencialismo y equilibrio de poderes
La eficacia del sistema presidencial se analiza en función del balance entre los poderes elegidos popularmente. Si el presidente tuviera mayoría absoluta en el Congreso —ya sea de su propio partido o de una coalición de partidos— mejoraría su gobernabilidad.
Por el contrario, si el presidente elegido no tiene mayorías en el Congreso, tendrá que negociar para garantizar su gobernabilidad y el apoyo a su agenda legislativa; de lo contrario, podría ser bloqueado. Esto último es más frecuente en Colombia, debido a que la representación proporcional en el legislativo está atomizada, como resultado de la ausencia de partidos políticos distinguidos por su robustez ideológica.
Ahora bien, el diseño constitucional facilita la concentración del poder presidencial:
- Puede alinear a su favor a los directivos de los organismos de control;
- Tiene reservada la iniciativa legislativa en proyectos claves: la ley del Plan Nacional de Desarrollo, la estructura de la administración pública nacional, la deuda y el presupuesto público, el comercio exterior, el régimen cambiario y el régimen salarial y prestacional de los empleados públicos.
Desde luego, esto obstaculiza que parlamentarios serios elaboren y propongan una coherente visión de país, la que hoy brilla por su ausencia.
Corrupción: equilibrio de clientelismos
Por lo tanto, los poderes públicos necesitan negociar; pero no lo hacen de modo programático —como se esperaría en una verdadera democracia—, sino de forma mercantilista, según intereses particulares de los congresistas de la coalición:
- representación en el gobierno o en la diplomacia;
- acceso a contratos públicos;
- puestos públicos para la clientela de los parlamentarios, como es el caso de los organismos de control;
- asignación de cupos de inversión en el presupuesto.
Estas costumbres nocivas y propias del régimen presidencial sustituyen los incentivos políticos y electorales para crear programas serios de gobierno, que deberían por lo menos atenuar los males crónicos que padece nuestra sociedad.
Entre tanto, la inacción del Estado se traduce en que sus representantes, más allá de administrar el statu quo, se ocupen de negociar el poder político, atacar a las instituciones de justicia por algunas de sus decisiones o confrontar a la oposición política.