
Los que defienden la presunción de inocencia y critican las denuncias públicas olvidan que el sistema judicial y la sociedad han justificado el machismo durante décadas.
María Angélica Prada Uribe*
Los detractores de las denuncias
A finales del mes pasado, María Jimena Duzán organizó un panel en Semana en Vivo titulado “Me too en Colombia ¿Está tomando auge el movimiento?”.
A pesar del nombre, en el evento no se discutieron las denuncias de violencia sexual contra artistas y tatuadores ni contra participantes de los modelos de Naciones Unidas de distintos colegios y universidades —que fueron difundidas por las redes sociales antes de que fueran publicadas las denuncias contra el reconocido director de cine Ciro Guerra—.
La ausencia de este tema no me sorprendió porque sé que el sistema patriarcal se reconfigura constantemente y ha logrado reemplazar el debate sobre las conductas sistemáticas de violencia masculina por las consecuencias negativas de las denuncias en la vida de los presuntos acosadores y los peligros de denunciar públicamente.
Cuando las denuncias contra Ciro Guerra salieron a la luz, la escritora Carolina Sanín afirmó que las denuncias públicas violan el principio de presunción de inocencia de los acusados, y señaló que ese tipo de denuncias son narrativas que presentan a la mujer como víctima y al hombre como monstruo victimario.
• Sobre la primera afirmación, es necesario aclarar que las denuncias públicas de violencia sexual son una respuesta a las barreras que las mujeres hemos enfrentado a lo largo de la historia para lograr algún tipo de justicia dentro del sistema o aparato oficial o estatal de justicia.
• Sobre la segunda afirmación, es importante precisar que las denuncias no pueden ser leídas simplemente como narraciones, textos o discursos, porque esto implicaría negar todas las acciones, relaciones y afectos que tienen lugar antes y después de que las denuncias sean publicadas.
Las denuncias no son narraciones aisladas, sino que forman parte de un conjunto de prácticas digitales y presenciales que los movimientos feministas usan para promover la igualdad y los derechos de las mujeres.
La presunción de inocencia
Los contradictores de las denuncias públicas contra Guerra las han tildado de “linchamientos públicos” y “cadenas perpetuas”, aduciendo que violan el derecho a la presunción de inocencia y a la defensa del acusado.
En efecto, dentro del sistema judicial, estos dos principios pretenden proteger al acusado porque su libertad está en juego y se presume que la fiscalía tiene mayores recursos y poder que el sindicado.
Sin embargo, el principio de presunción de inocencia o de buena fe puede invertirse cuando existe una clara desproporción de poder entre las partes, como ocurre en los procesos de restitución de tierras.
En la mayoría de los casos de violencia sexual existe una asimetría de poder entre el hombre que ejerce la violencia y la mujer porque, además de que a menudo existe una relación de poder (laboral, familiar, etc.), el sistema patriarcal provoca múltiples desigualdades que facilitan la agresión y dificultan la denuncia. Entonces, ¿por qué analistas como Sanín insisten en usar la noción estricta de la presunción de inocencia en el debate sobre la violencia sexual?
Resulta llamativo que los defensores de Guerra hayan usado las metáforas del linchamiento y de la cadena perpetua para referirse a las denuncias en su contra porque, en realidad, estas denuncias no afectan la integridad física del cineasta (como ocurre en los linchamientos), ni lo privan de su libertad (lo que sucede con la cadena perpetua). Comparar los efectos de la denuncia con estos hechos es, cuando menos, desproporcionado.
Además, aunque nuestro sistema judicial protege el buen nombre y la honra de las personas, estos derechos no son superiores al derecho a la libertad de expresión per se. Para proteger el derecho a estar libre de calumnias o acusaciones injuriosas, el acusado cuenta con varios mecanismos judiciales de defensa. De hecho, como explica Emmanuel Vargas en un artículo publicado por Pacifista, los hombres no solo se pueden defender de las acusaciones, sino que muchas veces acosan judicialmente a las denunciantes.
Por lo tanto, la obsesión con la honra y el buen nombre no debe ser leída como una defensa del sistema judicial, sino como una expresión más de la discriminación de género y de clase que predomina en nuestra sociedad. Desde hace siglos, el honor se ha constituido como una fuente de poder para los patriarcas, especialmente los que hacen parte de las élites políticas, económicas y culturales.

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El sistema judicia
El sistema judicial y los medios de comunicación
Por otra parte, la exigencia de que las víctimas denuncien únicamente a través del sistema judicial encubre una falsa dicotomía, pues publicar una denuncia y tramitarla en el sistema judicial no tiene porqué ser excluyente.
En realidad, los procesos penales no son secretos, y solo en circunstancias excepcionales los jueces pueden limitar el acceso a la información sobre ellos.
Además, como señala Nadia Urbinati, nuestras democracias son sistemas compuestos tanto por instituciones y procedimientos que regulan la creación de decisiones autoritativas (por ejemplo, el sistema judicial) como por el dominio extrainstitucional de la opinión pública.
A mi modo de ver, la idea de que los procesos penales deben ser ajenos al debate público es una extensión de la forma como nuestra sociedad lidia con el crimen: en vez de preguntarnos por las causas estructurales y las motivaciones personales que llevan al delito, decidimos entregar los delincuentes al sistema penal porque creemos que si los encierran podremos desentendernos del problema por completo.
En contraste con ese enfoque, desde hace décadas, las feministas reclaman que la violencia contra las mujeres es un asunto público. Las denuncias públicas rompen el espejismo de la privacidad y nos obligan a discutir los temas verdaderamente importantes: la violencia sistemática que las mujeres experimentamos y las conductas de los hombres que la hacen posible.
¿Reconocimiento o revictimización?
El segundo argumento presentado por Sanín es que las denuncias contra los agresores reproducen una narrativa que presenta a los hombres como “monstruos/ enemigos”, y victimiza a las mujeres presentándolas como individuos pasivos.
Pero las mujeres que denuncian han dicho que al hacerlo buscan justamente lo contrario: tomar las riendas del asunto y poner en evidencia que los hombres que abusan o acosan son hombres comunes y corrientes —son nuestros amigos, compañeros, hermanos y padres—.
Este argumento entiende el concepto “víctima” de una forma peyorativa, en tanto lo relaciona con la pasividad y la estigmatización. Además, confunde ser víctima con victimizarse: en realidad, todas las mujeres que experimentan abuso o acoso sexual son víctimas, pero al reconocerse como tal no se están poniendo en una condición de indefensión ni buscan llamar la atención o manipular a la opinión pública.
En Colombia, muchas organizaciones feministas y de víctimas del conflicto armado proponen una noción de víctima que no está relacionada con la convalecencia, sino con el reconocimiento del daño sufrido y la posibilidad de superarlo.
Tiene sentido que las mujeres que han sufrido episodios de violencia sexual se identifiquen como víctimas porque, a lo largo de la historia, se les ha negado esta categoría al culparlas por la agresión: fueron violadas por la forma en la que visten, por consumir alcohol, por tener una vida sexual activa, etc.
El llamado a superar la “narrativa de la víctima” me recuerda, guardadas proporciones, los discursos de “superación personal” que culpan al individuo por condiciones sociales que no pueden cambiar de forma individual, como la pobreza y la exclusión.
La feminista Alba Carosio señala que “las ideologías neoliberales descalifican la queja y la victimización de las mujeres, y exigen éxito y disfrute en el empeño. Muchas se sienten fallidas por no ser perfectas o no soportar la carga”.

Desde la perspectiva neoliberal, espacios como Las Igualadas o Volcánicas solo pueden ser leídos como una forma de “tomarse la voz de las mujeres” o “explotar el miedo de las mujeres” porque las acciones humanas no tienen sentido más allá de los intereses o beneficios individuales.
En contraste, los movimientos feministas pretenden que las mujeres que tienen posiciones privilegiadas —como las que pueden acceder a los medios de comunicación—ofrezcan espacios seguros para que otras mujeres denuncien sin ser revictimizadas.