Tríptico de Pablo Montoya - Razón Pública
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Tríptico de Pablo Montoya

Escrito por Darío Rodríguez
El escritor Pablo Montoya recibe el Premio Rómulo Gallegos en Caracas, Venezuela.

El escritor Pablo Montoya recibe el Premio Rómulo Gallegos en Caracas, Venezuela.

Darío RodriguezEl colombiano, hoy distinguido con el Premio Rómulo Gallegos, no es un recién llegado a la literatura. Durante veinte años ha construido una obra sólida donde dominan los temas del desarraigo y los grandes sucesos de la historia.

Darío Rodríguez*

Cuaderno de Pablo

Un libro de Pablo Montoya sirve como eje para todas sus novelas, relatos, poemas y ensayos. Es una mezcla de los estilos trabajados por el escritor desde su primera incursión editorial, Cuentos de Niquía, de 1996, hasta la novela Tríptico de la infamia, de 2014, premiada con el Rómulo Gallegos.

Ese libro se titula Cuaderno de París, fue publicado por el Fondo Editorial Eafit de Medellín en 2006 y, más que una puerta para entrar a su obra completa, sirve como un catalizador, como una posibilidad serena de captar la esencia de Montoya.

Cuaderno de París viene a ser la brújula y el mapa a partir de los cuales podemos intentar una lectura óptima de la producción de Montoya.

En este libro se puede descubrir la paciente y rigurosa elaboración de un universo recio y único en nuestra literatura, caracterizada por novelas cuyo tratamiento no supera al convencional informe periodístico. Aquí hay un mundo autónomo donde sus habitantes, siempre ajenos al centro, a algún centro, buscan consuelos en el arte o en los afectos mientras prosiguen sus viajes.

Los segmentos del volumen son un viaje por la capital de Francia, realizado por un narrador alejado a la fuerza de su patria, lo cual convierte cada visita, cada encuentro o accidente en una experiencia de extrañamiento, de dolorosa ausencia.

En Pablo Montoya se encuentra uno de los pocos casos de cohesión en las letras contemporáneas, no solo colombianas sino en idioma español

Viaje interior también, Cuaderno de París contiene lo que podría ser el mundo hasta ese momento edificado y desvelado por Montoya: una región sombría (no vinculada a un territorio preciso ni a una cultura establecida) que se arrastra tanto en la trashumancia como en la quietud, que pervive incluso después de terminado el éxodo físico, el paso del desierto.

Quizás ahí estén ubicados todos sus personajes: en cierta zona no propia pero tampoco gobernada por otros, que se carga como maldición y al mismo tiempo como pretexto de la existencia vivida dentro de las contingencias históricas

Pero el distanciamiento no es solo de la nación de origen, de la raíz. También el modo de dar cuenta de ese exilio, el estilo, se encuentra rozando límites, lejos o cerca de ese espacio innominado que a veces es un país de llegada o un infierno personal.

Tríptico de la infamia

Busto del político y novelista venezolano Rómulo Gallegos.
Busto del político y novelista venezolano Rómulo Gallegos.
Foto: Wikimedia Commons

En la novela Tríptico de la infamia son tres los testigos privilegiados (o condenados, según se mire) que asisten a los vendavales históricos, son heridos por ellos y dejan para su propio tiempo y para la posteridad las pruebas de que estuvieron presentes en estos terribles lugares.

Los tres están unidos por el mismo siglo XVI, el de la toma y saqueo del continente americano, el del poderío español y de los grandes reformadores del cristianismo como Lutero. La Europa en que vivieron es una sola fiebre por colonizar el Nuevo Mundo y considerar de modos más amplios la doctrina monopolizada por la Iglesia católica romana.

Los tres son pintores. Hombres de pigmentos, texturas y trazos. Si el lector de la novela quisiera comprimir sus personalidades en el golpe de una frase tendría que recurrir a las precisas palabras de uno de ellos, el frágil y vapuleado Francois Dubois, quien dice, definiendo involuntariamente a Le Moyne y a de Bry, los otros dos:

“Pienso, en primer lugar, que nuestro don solo reside en mirar. Reconozco que es fundamental conocer los secretos de nuestro arte, desde el modo de lavar los pinceles y vasijas, hasta saber modular a lo largo de los días las correcciones que se deben ejecutar. Pero se pueden manejar a la perfección esos obrajes sin que ello garantice que seamos verdaderos pintores. El secreto reside en mirarlo todo como si en esa actividad, que muchos realizan naturalmente, estuviese concentrado el alimento esencial del espíritu”.

Le Moyne fue a América. Se dejó tatuar por un aborigen, intentó cooperar con la colonización francesa de La Florida. Sus dibujos y pinturas muestran la vida y costumbres de los naturales y su relación con los que llegaron de lejos a procurar una convivencia con ellos. Fracasó, como fracasaron sus compañeros de aventura por culpa del poderío militar español que los sacó del sur de lo que hoy es Estados Unidos.

Dubois conoció a Le Moyne (según el relato de Pablo Montoya), y le dio la mano en un encuentro donde de seguro conversaron acerca de mapas, cosmografía y arte. Interesado en la pintura desde niño, fue víctima junto a su familia de la llamada Noche de San Bartolomé (una de las masacres más grandes cometidas en nombre de la fe católica). Su ímpetu creador no sobrevivió. Después de ver tanta desolación y muerte jamás volvió a pintar.

De Bry fue pintor y grabador. Supo de las obras de los otros. Su vida cambió al leer las crónicas de Fray Bartolomé de las Casas, en las que se relatan sin contemplaciones los vejámenes realizados por los españoles durante la conquista de América. Además de popularizar el libro con sus grabados, contribuyó a la difusión de la infamia española por Europa. Lo paradójico es que nunca pisó suelo americano.

Los tres fueron protestantes, los tres maestros en su oficio. La historia y sus desfiles sangrientos los marcaron de modo indeleble.

Siendo la barbarie similar en todos los rincones del planeta, esta novela tiene que leerse también en clave colombiana, pues los fanatismos, la sevicia, la humillación al débil no han mermado en estas tierras. No es exagerado afirmar que podríamos vernos un poco mejor, con toda nuestra luz y nuestras tinieblas, a través de esas páginas.

Una obra completa

Carátula del libro Tríptico de la Infamia, de Pablo Montoya.
Carátula del libro Tríptico de la Infamia, de Pablo Montoya.
Foto: Biblioteca Pública Piloto

En Pablo Montoya se encuentra uno de los pocos casos de cohesión en las letras contemporáneas, no solo colombianas sino en idioma español: mientras otros escritores procuran capturar la atención de su público copiando el ritmo frenético y nervioso del audiovisual, mudando de tono y de formato cada tanto con el objetivo de registrar cómo nada es fijo ni perdurable, Montoya recurre a un lenguaje denso, a una perspectiva lenta afincada en las discontinuas versiones de lo histórico, de lo estético.

Lo vasto de las búsquedas emprendidas por este escritor (que empieza a obtener reconocimiento público tras muchos años de escritura disciplinada) hace imposible las rápidas visiones de conjunto o resumidas opiniones del periodismo cultural.

Montoya logra una comunicación certera entre sucesos del pasado y los inasibles vendavales del presente. Tras leer cualquiera de sus libros deducimos que el caos reciente deviene incompleto si no se lo inspecciona a partir de los horrores o de los esplendores pretéritos.

Un fenómeno como el desplazamiento forzado, por ejemplo, adquiere consistencia y claridad cuando se coteja con distancias prudenciales, sea desde la emigración europea a América o desde la expulsión de Roma de un poeta. Los sufrimientos son los mismos. Empero, los prismas que brinda la fabulación histórica permiten analizar, entender y asimilar mejor lo incomprensible de esta última hora sufrida por todos.

Sorprende, además, que todas estas convicciones estén presentes ya en sus textos juveniles y que esos escarceos literarios inaugurales iluminen sus textos actuales. Es raro encontrar un escritor colombiano (con excepción de Fanny Buitrago o Tomás González) con tal coherencia, tal solidez.              

Cuando se conoció la noticia del premio Rómulo Gallegos para Pablo Montoya, un corresponsal colombiano hizo notar que era muy difícil, si no imposible, encontrar libros de Pablo Montoya en Madrid. Una pequeña anécdota que engloba quién es Montoya y cómo su obra está separada de la pomposa, efímera pasarela literaria del día.

En consonancia con esta historia, y contra todo pronóstico del predecible sistema comercial, Montoya anunció un nuevo libro de cuentos. Por si acaso los fanáticos recién llegados esperaban una nueva novela.

Ningún honor o ninguna gloria pasajera se compara con tener lectores asiduos y ser tenido en cuenta con respeto por los críticos.

Así Montoya cava más hondo dentro de sus tradicionales obsesiones (el desarraigo, el impacto de los eventos históricos en el tiempo presente, las gestas artísticas contrastadas con los avatares de la vida) y deslumbra a quienes lo han leído desde hace mucho tiempo en los libros Lejos de Roma, Los derrotados o Viajeros, que irán adquiriendo nuevos y fieles adeptos. 

Montoya puede escribir una novela acerca del destierro del poeta romano Ovidio, a principios del pasado milenio, o un angustioso recorrido por las desdichas del sabio Francisco José de Caldas. Tan atentos y sopesados son sus ensayos sobre franceses poco leídos en nuestro medio, como Julien Gracq o Pascal Quignard, como sus relatos donde la música equivale a respirar.  

Ningún honor o ninguna gloria pasajera se compara con tener lectores asiduos y ser tenido en cuenta con respeto por los críticos. Es casi todo lo que necesita un escritor serio.

Pablo Montoya lo ha conseguido. Y su país, su sangriento, desquiciado, hermoso, lacerante, afectuoso país celebra con él y por él. Porque también estamos construidos de victorias del espíritu que, en ocasiones, son lo único que nos justifica.  

Escritor y editor. Columnista de www.cartelurbano.com

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