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Escrito por Gabriel Rudas
Cuentos reunidos

Cuentos reunidos Autor: Felisberto Hernández
Buenos Aires: Editorial Eterna Cadencia, 2009

Reseña escrita por Gabriel Rudas

Para el escritor uruguayo Felisberto Hernández (Montevideo, 1902-1964) el objetivo de la creación artística no es solo la expresión de emociones o la transmisión de conocimiento. “No creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro”, dice en uno de sus relatos. Contrario a la consigna “saber sobre lo que se escribe”, tan repetida en los cursos y manuales para escritores exitosos, en la obra de Hernández la literatura consiste justamente en abordar lo que no se puede conocer de otra manera diferente a la escritura misma. Felisberto Hernández pensaba que el acto de escribir se parecía a observar el crecimiento de un organismo vivo, creado por el escritor pero que se escapa de su comprensión; de ese organismo el autor “no conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia no las alcance”.
 
Esa consternación que produce la escritura, y que los cuentos deben transmitir al lector, es el principal logro de la obra de Felisberto Hernández; pero quizá es también lo que hace que sus escritos  no sean fáciles para muchos lectores.  A pesar de que su influencia fue reconocida por autores como Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti, García Márquez e Italo Calvino, y de que sus textos se consideran fundamentales para la literatura latinoamericana, su obra no ha alcanzado una audiencia amplia en Colombia (por ejemplo, es difícil encontrar sus cuentos en una edición reciente, como la antología que presentamos acá).

La dificultad de sus cuentos no consiste en que estén llenos de referencias textuales eruditas, escritos en un estilo oscuro o con un hilo narrativo intrincado. Los relatos de Hernández son a primera vista simples y sus historias pueden ser resumidas con facilidad. El problema es que en su obra no es casi importante la historia que se cuenta ni la exhibición de recursos narrativos. De hecho, el objetivo de sus escritos es precisamente explorar lo que escapa a la comprensión racional, es decir, lo que no se puede comunicar con el lenguaje común y por lo tanto va más allá de la anécdota o los trucos de escritura.

Debido a la extrañeza que producen, es muy fácil caer en la tentación de interpretar los cuentos de Felisberto Hernández a partir de su vida, no solo porque estos tienen mucho de autobiográficos, sino también porque la suya es en cierto modo la clásica historia del artista solitario e incomprendido: luego de iniciarse en la música a los nueve años y estudiar con el organista francés Clemente Colling, Hernández se hizo pianista y compositor. Sin embargo, debido a las dificultades económicas tuvo que pasar buena parte de su juventud tocando música de fondo para películas mudas en los cinematógrafos y presentándose como pianista itinerante en pequeñas poblaciones de provincia. Luego de dos matrimonios fracasados, y sin haber visto el éxito como músico, en 1940 decidió dedicarse del todo a la literatura. En ese año publicó su primer relato importante: Por los tiempos de Clemente Colling; tres años después daría a la imprenta El caballo perdido. Aunque como escritor alcanzó algún reconocimiento local y llegó a viajar con una beca a París en 1946, su obra pasó relativamente inadvertida, de modo que tuvo que ganarse la vida como taquígrafo en la Imprenta Nacional de Uruguay. En ese último periodo publicó La casa inundada, El acomodador y El cocodrilo, tres de sus cuentos más relevantes.
 
Gran parte de estas experiencias iluminan tanto su obra como la forma en que escribe. Casi siempre el protagonista es, como el autor, un pianista de provincias y un personaje aislado del mundo que se encierra en cuartos de hotel, desde los que reflexiona sobre sí mismo y sobre una realidad de la cual se siente separado; las experiencias de sus viajes aparecen una y otra vez en sus cuentos; y las personas que conoció en su infancia y juventud son constantemente transformadas en personajes. Pero aunque su obra se acerca tanto a la autobiografía, no debe leerse únicamente como un comentario sobre su vida. En realidad, es en la manera como transforma sus vivencias en materia literaria donde se encuentra el valor de los textos de Hernández.

En Por los tiempos de Clemente Colling, por ejemplo, encontramos uno de los temas más recurrentes de su obra: el pasado y su relación con la memoria y el paso del tiempo. Este relato extenso (más novela corta que cuento) trata de la relación del autor con el músico francés Clemente Colling. Pero lo interesante del relato es que el narrador no intenta dar cuenta de los hechos, sino de su propio proceso de recordarlos y sacarlos de la nebulosa de la memoria para traerlos al presente. “No sé muy bien por qué quieren entrar en la historia de Colling ciertos recuerdos ¬¬–dice al principio del relato¬¬–… La lógica de la historia sería muy débil. Por algo que no comprendo, esos recuerdos acuden a este relato. Y como insisten, he preferido atenderlos”. La memoria no consiste, pues, en una reconstrucción racional del pasado, sino en una navegación no racional por imágenes y fragmentos que se remiten unos a otros a través de analogías.

En éste y en otros cuentos es evidente la influencia de Marcel Proust y del pensador Henri Bergson, a quienes Hernández leía y admiraba. Así, más que la estructuración de una historia, lo importante para el narrador son los detalles y las impresiones: las formas de las calles, los gestos de ciertos personajes y, en suma, los momentos aparentemente insignificantes pero que atraviesan el pasado y aparecen ante el narrador otorgándole un significado más profundo a sus vivencias. Se trata entonces de un diálogo entre el presente y un pasado perdido. A ese pasado el narrador se acerca a partir del fluir de su mente y de su memoria sensorial; la escritura, que plasma este proceso, toma de las experiencias vividas  ciertos destellos mínimos pero llenos de sentido.

Aunque en El caballo perdido el tema de la memoria sigue presente, el énfasis del relato no está en la reconstrucción del pasado sino justamente en la imposibilidad de recordar. La primera parte trata de las vivencias de infancia del narrador con Celia, su profesora de piano. Sin embargo, en un momento dado el narrador siente que el pasado que ha recreado hasta entonces, aunque superficialmente es verídico, en el fondo es una ficción que ha creado para escapar de su presente; lo que ha recordado está lleno de falsedad porque no da cuenta de la esencia de sus experiencias. Además, en el presente él ha perdido la noción de sí mismo, y se ha desdoblado en un ser que él llama “el socio”. Ese otro yo lo ha ayudado a comunicarse con el mundo y a sobrevivir a las restricciones que impone la realidad, pero también le ha impedido acercarse a sus recuerdos con autenticidad y encontrar una faceta esencial de sí mismo. En su intento por escapar de ese yo que es el socio, el narrador termina por darse cuenta de que no puede revivir los recuerdos del pasado porque él mismo se ha convertido en otra persona; sus recuerdos no le pertenecen y ya no puede acceder las personas que habitaban las imágenes de ese mundo pasado que ha perdido: “ahora yo soy otro –escribe al final–, quiero recordar a aquel niño y no puedo. No sé cómo es él mirado desde mí. Me he quedado con algo de él y guardo muchos de los objetos que estuvieron en sus ojos; pero no puedo encontrar las miradas que aquellos ‘habitantes’ pusieron en él”. Al paso del tiempo solo resiste el recuerdo de los objetos, única manifestación de lo auténtico que puede rescatar de su memoria fragmentada.

Además de la memoria, otro tema  fundamental de la obra de Hernández es precisamente la relación de los personajes con los objetos. En casi todos sus cuentos las cosas tienen un papel incluso más importante que las personas. En Menos Julia, por ejemplo, el narrador visita la casa de un amigo que ha construido una especie de lugar sagrado escondido en donde realiza un ritual privado: cada noche dispone en una fila diferentes objetos de texturas extrañas, y frente a estos hace que se siente un grupo de mujeres con la cara cubierta; luego pasa a oscuras tocando los objetos y las caras de las mujeres, e intenta imaginar quién o qué pueden ser. En ese espacio los objetos adquieren un carácter espiritual y las personas pierden su humanidad.
 
Felisberto Hernández hace que sus personajes entablen con los objetos un vínculo especial, entre erótico y trascendente, hasta el punto de que muchas veces sus personajes se vuelcan sobre su relación con las cosas y prescinden de la gente y de su entorno. “Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad. Gozaba tanto al repasarla que si la gente lo hubiera sabido me hubiera odiado”,  dice el narrador al comienzo de El cocodrilo. En este cuento un pianista fracasado, que va de pueblo en pueblo vendiendo medias para dama, descubre que puede llorar a voluntad –no fingir el llanto sino llorar auténticamente–. Llorar se vuelve una herramienta para vender y lograr el éxito, hasta que el llanto  adquiere voluntad propia y se sale de control. El personaje deja de reconocerse en su llanto, y se ve a sí mismo como un ser extraño.

En este cuento se ve también uno de los aspectos que Felisberto Hernández explorará con mayor fortuna: lo raro que bordea (y a veces toca) lo sobrenatural. Éste es el elemento más llamativo de El cocodrilo, pero también de La casa inundada (que trata de la relación de un hombre con una mujer que habita una casa llena de agua), o de El acomodador  (donde el protagonista, un acomodador de salas de concierto, descubre que sus ojos brillan con luz propia). Sin embargo, en sus relatos eso extraño o sobrenatural es tratado como si no fuera importante. Sus narraciones no se centran en lo excéntrico o mágico de los acontecimientos, sino en la extrañeza con que los personajes asumen su relación con el entorno y con los objetos cotidianos que los rodean. El mundo y el sujeto se vuelven algo desconocido e inexplicable.

La antología que presentamos, además de su manifiesto literario Explicación falsa de mis cuentos, cuenta con una selección de los relatos más significativos de Felisberto Hernández. También incluye un prólogo del escritor argentino Elvio Gandolfo, que hace una semblanza del autor y explica su importancia literaria (lo compara con Onetti y con Kafka). De la edición destaca asimismo la corrección de varias erratas de otras ediciones anteriores, como las muy descuidadas Obras completas de Siglo XXI (1983). De modo que es una oportunidad para acercarse a este autor uruguayo, cuya influencia en las letras latinoamericanas es tan relevante y que, por alguna razón, no ha recibido en Colombia la atención que merece.

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