“Un modo de verdad marginal y fragmentaria, no de verdad central y coherente”. La expresión es de De Quincey y le sirve a Borges para encabezar su biografía del poeta Carriego.
Hernando Gómez Buendía*
También nos serviría para entender las polémicas que sigue despertando el nuevo director del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) que esta semana fue citado a debate en el Senado. A Acevedo se le acusa de minimizar la responsabilidad de los militares, de declarar que “los falsos positivos no fueron una política de Estado”, de censurar o cambiar el libreto de las exposiciones en el Museo, y de pertenecer a una oscura organización de ultraderecha.
Acevedo, en resumen, pretende reescribir la historia que había sido escrita por los académicos del CNMH, entre su creación en 2011 y la llegada del presidente Duque. Como el mismo lo dice, “el partido que gana las elecciones tiene el derecho de designar a sus miembros en los cargos de dirección del Estado”. El CNMH es parte del Estado, así que Duque puede nombrar incluso a historiadores tan dudosos como Vicente Torrijos (el que renunció por su diploma inexistente), o al propio Darío Acevedo, cuya carrera se debe al servilismo y no a los méritos.
El argumento de Acevedo tiene el problema de ser completamente verdadero: el CNMH fue creado por Santos y está adscrito al Departamento para la Prosperidad Social, es decir casi que directamente al presidente. Aunque su primer director es uno de los más reconocidos historiadores del conflicto, aunque sus 140 publicaciones se hayan hecho con rigor considerable, y aunque hayan recogido la voz de todos los sectores, el CNMH tiene carácter oficial, o sea que nació con una tara irremediable. Es la tara que, con razón o sin razón, aprovechan Acevedo y sus amigos del Centro Democrático para decir que los informes del CNMH son la versión santista de la historia, o la castro-chavista, o una que en todo caso está sesgada contra los abnegados militares de Colombia.
Cualquier verdad que un Estado divulgue es verdad oficial, y la historia que cuente un Estado es la historia oficial. Bajo las dictaduras, esta es la única historia posible, la que explica el presente y la guía indiscutida hacia el futuro; pero en Colombia tendremos dos verdades oficiales, la del santismo y la del uribismo, la que ya saben y no van a cambiar los partidarios del proceso de paz, la que ya saben y no van a cambiar los adversarios del proceso.
No verdad ni verdades, sino versiones interesadas, parcializadas y sesgadas sobre los crímenes que fueron la historia colombiana del pasado medio siglo.
La historia verdadera de esos crímenes es la que deberían haber dicho los jueces. Esta es la memoria que tiene consecuencias, la que de veras reclamaban las víctimas, todas las víctimas de todos los victimarios, las de los guerrilleros y los paramilitares y los militares y los empresarios y los políticos y los intelectuales que inspiraron, financiaron, dirigieron, ocultaron y cometieron las atrocidades, cada quien en proporción a su culpa y sin que el crimen de los unos sirva de excusa para justificar los crímenes de los otros.
Es la memoria que quedará sepultada bajo la polémica sobre el CNMH y sobre la amnistía que se llama justicia “transicional”, igual que las memorias anteriores quedaron sepultadas bajo las muchas amnistías que se han dado en Colombia.
Cierto que habrá un informe de la Comisión de la Verdad, pero otra vez será negado o ignorado por el gobierno Duque, no cambiará las verdades que cada bando tiene ya instaladas, no será la memoria que se enseñe en las escuelas y colegios del mañana.
Una verdad marginal y fragmentaria, un premio apenas de consolación para algunas de las víctimas.
*Director de la revista digital Razón Pública.