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Constitución democrática, Estado fragmentado y soberanía cuestionada

Escrito por Ricardo García Duarte
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ricardo garciaMás Constitución que Estado, más formalismo jurídico que soberanía. Colombia lleva veinte años estrenando una Constitución y arrastrando un complejo conflicto interno triangular. El Estado ha sido incapaz de integrar una Sociedad fragmentada, teniendo a su disposición el poder unificado y el monopolio de la violencia. ¿Solo un imaginario colectivo?

Ricardo García Duarte*

constitucion-1Modelos diferentes

Hay países con muy poca Constitución y mucho Estado de derecho, como el caso históricamente excepcional de Gran Bretaña.

Hay otros, como Somalia o Haití, donde no hay Constitución propiamente dicha, pero tampoco Estado de derecho y ni siquiera un Estado a secas.

Por otro lado, hay casos de países donde efectivamente hay Constitución y sobre todo mucha Sociedad: aunque el Estado sea de dimensión menor que esta última, funciona como el articulador entre la Constitución y la Sociedad. Estados Unidos de América representa este modelo.

Hay también modelos políticos en los cuales tanto la Constitución como el Estado son casi omnipresentes en el orden de la Sociedad, al tiempo que se articulan bien entre sí, en tanto factores de poder. Tales pueden ser los casos de Francia y Alemania.

En Colombia, muy peculiarmente, hay Constitución, quizá mucha Constitución, pero también mucho menos Estado, que ha resultado incapaz de integrar a una Sociedad altamente desorganizada.

Una sociedad en crisis de violencias

Tenemos realmente en Colombia una Constitución, en el sentido de disponer de un Estatuto Superior de carácter moderno y bien estructurado en torno del Estado democrático y vertebrado mediante una Carta prolija en el reconocimiento de los Derechos Humanos.

En cambio, tenemos un Estado que se ha revelado sistemáticamente incapaz de sortear las guerras entre unos y otros, y las violencias devastadoras. No ha querido o no ha podido imponer una justicia soberana por sobre las justicias privadas. Que no son por cierto más que otras tantas violencias que desorganizan al Estado mismo, incapaz de imponerse sobre la Sociedad, a la vez que pudiese asimilar conciliadoramente a todos sus miembros.

La Sociedad, a su turno, revela una profunda crisis de ex-orbitación en muchos de sus componentes, que adoptan regularmente comportamientos no lógicos, provocando continuas interferencias y erosionando la consolidación de un espacio de Lo Público, donde las relaciones interindividuales se produzcan sin choques desbordados de poder.

Es una crisis de violencias múltiples, que por definición descosen el tejido de los distintos territorios sociales, donde eventualmente pudiera construirse y extenderse el espacio social del ciudadano, que se ve amenazado ya no solo como tal, sino en su propia existencia como individuo natural.

Veinte años de Constitución, pero también de conflicto triangular 

Veinte años lleva de vigencia la última Constitución en Colombia, la del 91. Pero en ese mismo período, el país ha sufrido la prolongación de sus guerras; incluso la intensificación profundamente execrable de la representada por el fenómeno del paramilitarismo. Con esa estela horrible de masacres, tan propia de su naturaleza, con el genocidio espantoso cometido a instancias de su pulsión por el control de territorios y la consiguiente expulsión de poblaciones rurales.

La Constitución acaba de cumplir 20 años. Pero en esas mismas dos décadas, el Estado ha cohabitado con cuatro guerras simultáneas, al menos: la de los carteles de la droga, la de los guerrilleros, la de los paramilitares y ahora la de las Bacrim.

La Constitución y el Estado han coexistido con una profunda descomposición del orden público, como lo muestra la presencia de tantos y tan duros conflictos violentos estructurados, sin contar con la delincuencia común, conflicto anónimo y muy individualizado, que no deja de obstaculizar la construcción del tejido social, en forma también grave.

Por los tiempos en que se promulgó la Constitución, el país estaba sometido al desafío terrorista de los carteles de la droga. Al mismo tiempo, llevaba casi treinta años de enfrentar el reto que suponía la subversión armada, compuesta por varias guerrillas.

Y si bien el terrorismo indiscriminado del narcotráfico disminuyó pocos años después, debido a la desarticulación de los principales carteles de la droga, el fenómeno dio paso a otro no menos letal y devastador: el paramilitarismo, mucho más difundido que su antecesor a lo largo y ancho del territorio nacional.

Mezclando ingredientes explosivos como el narcotráfico, con algunos retazos discursivos de derecha y con la voluntad de retaliación, intentó desplegarse como si se tratara de un proyecto político armado, animado por una vocación de control sobre territorios, pero siempre desde la lógica de la acción criminal.

Por otra parte, la guerrilla en vez de agotarse y desaparecer, pareció recuperar un nuevo aliento. Y así llegó a duplicarse durante la primera década de vigencia de la nueva Constitución –los años 90– mientras acumulaba mayor capacidad de perturbación, con su incrementada potencia de ataques cuyo blanco eran el Estado y la Sociedad Civil.

En realidad, el período entero que corresponde a la vigencia de la nueva Constitución ha estado signado por un cruel conflicto interno de orden triangular, un enfrentamiento en el que han intervenido tres actores fundamentales con un decidido animus belli, a saber: la subversión armada de orden ideológico; el Estado; y finalmente el paramilitarismo, organizado como empresariado del narcotráfico en armas y como factor de disputa territorial contra la guerrilla.

Esta especie de guerra triangular impidió durante los últimos 20 años la materialización real de un orden público integral y único. Un orden contrario a la guerra interna, por supuesto.

No hubo propiamente una guerra civil, una división armada en bandos que deliberadamente des-hacen el Estado, pero sí diversos conflictos simultáneos de baja intensidad, aunque de alto impacto, que fragmentan un orden público que termina por convivir con el orden de la guerra.

De hecho, ese conflicto violento de carácter triangular no ha sido otra cosa que la expresión de la incapacidad casi intrínseca del Estado colombiano para construir ese orden público único, orden que debiera traducirse desde luego en la paz interna. En un estado de no-guerra.

En conclusión: paz interna no ha habido, aunque tampoco se ha configurado una guerra civil global. Ha habido, sí, un orden público fraccionado, y a su lado, guerras diversas y simultáneas.

Anatomía de las guerras

Guerras implacables que por cierto han provocado unas formas de violencias, destructoras en sumo grado de las relaciones sociales inter-individuales. Sus costos han sido impresionantes en vidas y en el tejido social de muchas comunidades humanas, hoy completamente destruidas.

De la sola violencia desatada por los paramilitares ha emergido, según las cifras de la Fiscalía, un saldo escalofriante en homicidios y en desapariciones forzadas.

Casi 180.000 de los primeros y casi 40.000 de las segundas fueron perpetrados durante los 10 años de violencia paramilitar, según las cifras recogidas en los procesos de “justicia y reparación”.

En otras palabras, poco más de 210.000 personas salvajemente victimizadas. Y eso sin una guerra civil abiertamente declarada. Y con un Estado en pie. Y con la vigencia de una Constitución democrática.

Es decir, ha habido tantos muertos como los hubo en los aciagos años de la violencia política de los años 50. Y han resultado macabramente muchos más numerosos que los cometidos por las dictaduras militares del Cono Sur, aun si se sumaran todas las víctimas de la represión que ellas desataron contra la oposición y contra los grupos subversivos.

¿Un Estado Soberano?

La Constitución Política es el sello de marca con el que se define jurídica y formalmente la orientación de un Estado. Es la etiqueta con la que éste perfila su sentido. Dicha existencia funcional –en los términos de los imaginarios surgidos del pensamiento moderno– no es otra cosa que el poder, capaz de conjurar las violencias que asuelan potencial o realmente a la sociedad.

Más exactamente, es el proceso de transformación de la guerra interna primigenia en un poder soberano, reconocible y aceptado por los asociados. El Estado moderno surge entonces –no histórica, pero sí ideológicamente hablando– como la transfiguración del estado de guerra interno en su contrario: esto es, en el estado de paz bajo una autoridad única. El Estado es la negación de la guerra interna, la superación de las violencias en el interior de cada Nación. 

En los terrenos de este imaginario ideológico, el nacimiento del Estado debe significar:

1) la ausencia de guerra interna o, lo que es lo mismo, el monopolio de la fuerza, 2) el monopolio de la justicia, correlativo al de la fuerza, 3) la soberanía o la idea del poder supremo, que precisamente integra en un solo centro, tanto la fuerza como la justicia, 4) el reconocimiento más o menos integrado de esa soberanía por la mayor parte de los asociados. Se trata de un cierto grado de legitimación, del que debe estar revestido ese Estado, en tanto centro organizado del poder del que emana el mando sobre el conjunto social.

El papel que una Constitución Política cumple es el de rubricar jurídicamente esa soberanía del Estado. Y las Constituciones de Colombia, tanto la de 1886 como la más reciente de 1991, proporcionan ese sello de formalidad, la de un Estado soberano, provisto en principio de las facultades para controlar de modo excluyente, el uso de la fuerza y la autoridad sobre el territorio. Además, el ejercicio tanto de la ley como de la justicia.

En los hechos, sin embargo, el Estado colombiano ha dado muestras de desestructuración interna en el mantenimiento de esas facultades esenciales. Ha sido incapaz de conseguir el monopolio de la fuerza frente a los poderes particulares.

Así acaeció bajo la Constitución del 86, como se puso de presente primero con la Guerra de los Mil Días y luego con la Violencia de los años 50, en la que el Estado fue sobrepasado por las acciones armadas de naturaleza sectaria propiciadas por las disputas alrededor de hegemonías partidistas.

Del mismo modo ha sucedido bajo la Constitución del 91, con la aparición potente de los aparatos del paramilitarismo, que le disputaron al Estado el uso de la violencia, desde la misma lógica del Establecimiento.

Al hacer uso de la violencia desde la lógica que marcha en la perspectiva de defender el statu-quo, le arrebataron así mismo al Estado parte del control sobre la justicia; sustituida por la más salvaje de las “justicias” privadas. Igualmente, corrompían internamente al propio Estado, induciendo a muchos de sus agentes a trabajar al servicio de intereses privados y criminales.

Fragmentación del Estado Soberano

Los actores violentos no solo han disputado con eficiencia, desde un afuera el monopolio soberano de la fuerza; también lo han desviado desde un adentro, con lo que han descompuesto el sentido de soberanía del Estado.  

Al mismo tiempo que lo empujaban al juego de lógicas “privadas” de carácter ilegal, limitaban el campo de sus posibilidades para el ejercicio de la soberanía, ya fuera en la aplicación de la justicia o en el uso de la fuerza o en el dominio de los territorios.

Limitación desde fuera del Estado por parte de los poderes fácticos o desviación desde dentro: ambos fenómenos son factores que revelan la desestructuración interna del poder estatal, en la medida en que se da un margen, más allá de la “soberanía” de aquél para otros poderes equivalentes.

Simultáneamente, en su interior el Estado se fragmenta en lógicas legalmente institucionalizadas y en aquellas que se resbalan fangosamente, cayendo en el oscuro campo de la ilegalidad criminal. Así se ha puesto de presente en la conducta de agentes estatales comprometidos con los delitos de lesa humanidad. También se puso de manifiesto, del modo más nefasto posible, con el ominoso fenómeno de la parapolítica.

Caso éste que ha revelado, como el que más, la destructora fragmentación del Estado; y por consiguiente del orden constitucional; una fragmentación que se abre, tanto en campos de legalidad institucionalizada como en campos des-institucionalizados en donde reina la criminalidad.

Se trata de una doble fragmentación:

  • la que existe, de una parte entre el Estado soberano y los espacios sociales o territoriales sin soberanía;
  • de otra parte, entre campos de legalidad y de ilegalidad dentro del Estado soberano.

Son fragmentaciones que se superponen bajo el efecto determinante de una criminalidad, convertida en un poder múltiple de facto, que desde afuera desafía al Estado; y desde adentro lo descompone.

Esta doble fragmentación del Estado soberano tiene una manifestación visible: una disyunción en la forma en que toma existencia política el orden constitucional. Se trata de una desconexión entre el orden constitucional y el orden político.

Descoyuntamiento y orden constitucional

El orden político y el orden constitucional marchan descoyuntados en Colombia. Funcionan de un modo desarticulado, en punto a la construcción del primero y a la materialización simbólica de la soberanía interna.

Funcionan, claro. Tienen una existencia que se traduce en decisiones públicas, las que se despliegan en diversos campos de la marcha institucional. Pero ocurre que marchan bajo una desconexión interna y de carácter estructural.

Se relacionan entre sí de tal modo que dejan amplias rendijas, por donde se cuelan y prosperan otros poderes, no solo no institucionalizados, sino abiertamente contrarios al orden constitucional y sin embargo henchidos de existencia social, que por cierto se desboca abriendo los senderos propios del delito, al tiempo que socava la constitución del propio orden político.

La desconexión interna en el funcionamiento de lo que podría ser el sistema político –en un sentido amplio– se vuelve patente en la contradicción existente entre el orden constitucional que consagra la soberanía única del Estado y la autoridad de la ley, de una parte; y, de otra, la manifestación material y significativa dentro de la sociedad de unos poderes fácticos, dotados de potencia coercitiva, que por ese medio impiden el monopolio de la violencia en manos del Estado. Es decir, que socavan desde adentro y desde afuera la soberanía, como elemento constitutivo del orden político.

Esta desconexión entre la Constitución formal y la violencia real quizá pone de presente una incoherencia más de fondo, instalada en el centro mismo donde nace y se reproduce la política en Colombia; es decir, en ese lugar en el que la política se conecta con la sociedad.

O, para decirlo en otros términos, en ese lugar de la existencia social donde se conectan -o deberían conectarse- el amplio y transversal universo de lo político y el mundo establecido de la política.

Las desarticulaciones históricas, pero también ontológicas, entre estos dos universos en Colombia, el de lo político, (más básico en la sociedad) y el de la política (más institucionalizado, más estructurado) definen, con mucho, el destino de una soberanía fragmentada.

Definen el destino de un orden político sin soberanía. Un orden interferido, más bien, por soberanías en disputa. Lo cual equivale a decir que se trata de un orden sin la soberanía de la ley, desafiada por otras soberanías, la de la guerra interna o la de la violencia, equiparable esta última a la falta de soberanía interna.

 *Cofundador de Razón Pública. Para ver el perfil del autor, haga clic aquí. 

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