Ante el apoyo o la indiferencia de la gente, la Constitución se está volviendo letra muerta. Para evitar que el Gobierno la siga ignorando – como ocurrió con la “conmoción interior”- es necesario ponerle dientes al control de constitucionalidad.
José Gregorio Hernández*
La separación de poderes, base de las libertades y derechos ciudadanos
La historia muestra que las constituciones, en especial las escritas, nacieron para evitar el despotismo y la arbitrariedad de los gobernantes y establecer reglas moderadoras del poder, que garanticen las libertades y los derechos de los gobernados.
La separación de funciones entre las ramas del poder público es garantía de equilibrio en el ejercicio del poder, y bien vale la pena recordar cómo la concebía su gestor original, el Barón de Montesquieu:
"La libertad política de un ciudadano depende de la tranquilidad de espíritu que nace de la opinión que tiene cada uno de su seguridad. Y para que exista la libertad es necesario que el Gobierno sea tal que ningún ciudadano pueda temer nada de otro. Cuando el poder legislativo está unido al poder ejecutivo en la misma persona o en el mismo cuerpo, no hay libertad porque se puede temer que el monarca o el Senado promulguen leyes tiránicas para hacerlas cumplir tiránicamente. Tampoco hay libertad si el poder judicial no está separado del legislativo ni del ejecutivo. Si va unido al poder legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, pues el juez seria al mismo tiempo legislador. Si va unido al poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor. Todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas principales, de los nobles o del pueblo, ejerciera los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre particulares"[1]
Aquí debo pues repetir algo que escribí antes de que Álvaro Uribe fuera elegido como Presidente: "Lo que justifica la existencia de la Constitución, que es simultáneamente un producto histórico y un logro de la democracia, es la necesidad de establecer reglas seguras sobre cómo se puede acceder al poder político y un dique para el ejercicio del mismo. El Estado de Derecho, en efecto, tiene entre sus características la de sujetar el poder al Derecho, y la expresión máxima de éste no es otra que la Constitución. Ese sometimiento del Gobierno y de quienes lo desempeñan a un orden objetivo, establecido previamente, no tiene a la vez justificación sino en la búsqueda de garantías eficientes para los derechos y libertades de los gobernados, cuya existencia, subsistencia y desarrollo son lo de menos en el Estado autoritario"[2].
Una condición y la otra -la delimitación de los poderes del gobernante y las garantías para la libertad y los derechos de los gobernados- se encuentran íntimamente ligadas en la democracia y en el constitucionalismo, y la experiencia en muchas sociedades demuestra que la pérdida de las segundas está frecuentemente combinada con la inexistencia de la primera. De modo que bien se puede afirmar que hay una relación inversamente proporcional: a mayor concentración del poder en el gobernante, menos libertades para los gobernados; a menor poder del Gobierno, merced a los controles, restricciones y separación funcional, mayor libertad para los gobernados.
Hay varios modos de convertir una Constitución en letra muerta
Es la Constitución Política la que permite que ese equilibrio subsista, pero para que el ideal democrático que condujo a su expedición no se convierta en vana ilusión, frustrando a generaciones enteras, la Constitución debe imperar en la vida real, y producir con certeza los efectos que se derivan de sus normas.
Una constitución teórica y formal no es otra cosa que un estatuto estéril, rey de burlas. Va perdiendo vigencia en la medida en que se la irrespeta, y queda sepultada en cuanto el irrespeto sea consentido por los órganos previstos para preservarla.
- Precisamente el control de constitucionalidad está contemplado para salvaguardar ininterrumpidamente el imperio de la Constitución, y su debilitamiento, o la pérdida de independencia de los magistrados llamados a ejercerlo, implican necesariamente la desprotección de los ciudadanos y el triunfo de las tendencias autoritarias.
- Otro tanto puede afirmarse del hecho, infortunado en grado sumo, de que el gobernante de turno tome posesión de los órganos de control o consiga neutralizar a los jueces por la vía de la manipulación de sus decisiones, o mediante sistemas de amedrentamiento.
- O también puede ocurrir, en perjuicio de la libertad, que la misma sociedad reclame o prohije políticas o prácticas autoritarias con el ánimo de atacar otros males como la subversión o la inseguridad. Véase, por ejemplo, que un país democrático como los Estados Unidos, como reacción colectiva ante los ataques del 11 de septiembre de 2001, se inclinó peligrosamente hacia la consagración de ordenamientos contrarios a elementales derechos que hacen parte del patrimonio humanitario del mundo, y no se olvide que el Presidente Bush expidió el "Patriot Act", recortó las libertades, defendió la tortura como medio para combatir el terrorismo, desoyó y desacató las sentencias de la Suprema Corte sobre Guantánamo, la presunción de inocencia, el debido proceso y el derecho de los procesados a la igualdad en los procesos y a la imparcialidad de sus jueces. Todo con el pretexto de combatir el terrorismo.
Una Constitución es algo frágil y puede ser borrada sin revolución ni golpe militar
La genuina garantía del Derecho y de las libertades; el respeto a la dignidad de la persona, a la legalidad y a los jueces; el imperio de la justicia material y de la igualdad, son objetivos de toda democracia, a la vez justificación de los sistemas constitucionales y legales, pero se trata de valores difíciles de conseguir y mucho más difíciles de preservar, ya que, de manera constante, la dinámica misma de las sociedades provoca la inestabilidad de los mismos y da lugar a amenazas contra su vigencia. Además, estamos frente a valores en extremo frágiles, particularmente si los mecanismos jurídicos para realizarlos se muestran ineficaces o insuficientes.
Para que se caiga en un estado de cosas divorciado de esos valores, o incompatible con ellos, no se necesita que alguien propine al sistema un golpe militar, ni que triunfe una revolución fascista. Hoy, en la aldea global gobernada por los medios de comunicación, por las encuestas y por la tecnología, los procedimientos contra la democracia, la Constitución y los derechos son más sutiles; ya no se usa necesariamente la brusquedad; los venenos vienen generalmente envueltos en empaques con atractivas presentaciones. O se suministra al pueblo anestesia dosificada e imperceptible.
La Constitución de 1991, en franco retroceso
Para no ir más lejos, en Colombia la expedición de la Constitución de 1991 significó un importante avance hacia la consolidación -al menos teórica- de un sistema democrático, y valores como la libertad, la justicia, la participación, la descentralización, el pluralismo, la tolerancia, la igualdad, la prevalencia de los derechos fundamentales, la sujeción del poder al Derecho, entre otros, han sido proclamados a lo largo de su vigencia -ya casi dieciocho años- por la Corte Constitucional, y hemos llegado a creer que se ha afianzado entre nosotros lo que podríamos denominar una cultura constitucional.
No obstante, todo muestra que nos hemos equivocado, y la época presente -los últimos cinco o seis años- se ha caracterizado por el retroceso de la concepción democrática y por el debilitamiento de las instituciones, así como por el decaimiento de los controles; y por una irrefrenable tendencia a la concentración del poder:
- – En lo que toca con las libertades, la sociedad se ha venido inclinando por el apoyo incondicional al gobernante, no importa lo que haga; consiente en el autoritarismo y propende a la intolerancia; en lo político, se ha "derechizado", se ha vuelto amiga del "unanimismo", confunde el ejercicio de la libertad con la conjura, y es firme partidaria del mayor poder militar y del uso de métodos policíacos contra quienes se piensa que conspiran contra el régimen.
- Se ha entronizado la convicción de que el fin -como lo es, por ejemplo, acabar con la guerrilla- justifica los medios. El Estado -que debería conservar una cierta ética- se ha venido poniendo al mismo nivel de la delincuencia a la cual combate, con modalidades como el pago de recompensas -aún por homicidios- el estímulo de la delación, las interceptaciones ilegales de los teléfonos y correos electrónicos -ya no de los delincuentes, sino de opositores, periodistas y jueces- y hasta crímenes tan escalofriantes como los cometidos para reportar falsos positivos, a ciencia y paciencia de una colectividad cada vez más indolente, que en su mayoría considera que "eso está bien", o que, en el mejor de los casos, considera que todo esto corresponde a "calumnias de la oposición".
- En lo social y económico ha ganado terreno la concepción neoliberal, la paulatina y real disminución de las garantías laborales, el desmonte de las pensiones, la obstaculización de la seguridad social, el empoderamiento de los intermediarios en materia de salud con la consiguiente limitación de los servicios, el debilitamiento de los sindicatos, y la privatización de las entidades estatales.
- En las relaciones entre el centro y la periferia, el centralismo ha sido creciente, y hasta asfixiante. Con reformas constitucionales como las aprobadas mediantes los Actos Legislativos 1 de 2001 y 4 de 2007, los departamentos y municipios, y por ende la salud, la educación y el gasto social han venido a menos.
Quienes observamos el diario acontecer y el funcionamiento real de la sociedad, y simultáneamente tenemos que estudiar y enseñar la Constitución, la normatividad vigente y la jurisprudencia, podemos constatar -me gustaría saber cuál es la opinión de mis colegas- una orientación de la sociedad que, infortunadamente -espero que no se me tilde de pesimista- va en contravía de los valores, postulados y principios contemplados en la Carta Política vigente. La misma provisionalidad de las normas constitucionales, sin cesar incumplidas y con frecuencia puestas en capilla por las propuestas de reforma, así lo demuestra.
Se desborda el poder presidencial
El poder presidencial es muy grande, y absorbente;
- El Congreso dista mucho de ser independiente; es apabullante la mayoría del Gobierno en su seno, y se niega tercamente a ejercer el control político.
- En la Corte Constitucional -aunque su actual Presidente dice que "no ha visto entrar a ningún uribista"- hay un predominio de esa tendencia política, y faltan todavía dos nuevos magistrados por elegir, de ternas elaboradas por el Jefe del Estado.
- El Fiscal, el Procurador, el Contralor, la Junta Directiva del Banco de la República, para mencionar tan sólo algunas de las cabezas de los órganos de mayor importancia dentro de la estructura estatal, obedecen las órdenes presidenciales. Y, cuando se apartan un tanto, el regaño es inmediato. Para corroborarlo, traigo a colación la reacción del doctor Uribe ante declaraciones del Fiscal contra la propuesta de penalizar la dosis mínima de estupefacientes -que, en teoría, todos somos libres de compartir o no- : según él, cuando el Fiscal estaba en su terna para la elección, "sabía muy bien cuál era el pensamiento del Presidente de la República". Eso es grave. Que el Presidente considere que quienes son ternados por él para desempeñar cargos que la Constitución consagra como independientes están obligados a seguir una especie de libreto dictado desde Palacio, es algo que desconoce por completo la separación de funciones, y que genera justificada desconfianza en las decisiones que todos esos funcionarios vienen adoptando.
La inútil caída de la Conmoción Interior
Consideración especial merece un hecho reciente -la caída extemporánea de la Conmoción Interior- del que no quiero hacer responsables a los magistrados de la Corte Constitucional -quienes se limitaron a decidir dentro de los términos- sino al sistema de control constitucional vigente, por cuyas fallas se incrementa la discrecionalidad y el ya desmesurado poder del Presidente de la República.
La función del control constitucional, que es corolario del principio fundamental de la supralegalidad e intangibilidad de la Constitución, tiene que ser efectivo, por su misma definición. No puede ser teórico, inoficioso o vago, y menos aún convertirse en rey de burlas.
Aunque la Corte Constitucional, al proferir una sentencia sobre hechos ya ocurridos, ejerce un magisterio moral que le permite trazar las directrices jurisprudenciales que hacia el futuro deban tenerse en cuenta al resolver sobre casos similares -pues aun en ese tipo de fallos la Corte interpreta la Constitución-, lo cierto es que el sistema de control estatuido y el concepto mismo de guarda de la integridad y supremacía de la Constitución únicamente tienen sentido cuando en efecto los fallos de constitucionalidad logran que los valores, principios y normas del Estatuto Fundamental permanezcan indemnes; cuando se preserva el imperio de la Constitución, y cuando se impide eficazmente la vigencia de disposiciones a ella contrarias.
Todo esto lo digo a propósito del fallo proferido hace poco por la Corte Constitucional -cinco votos contra cuatro-, mediante el cual se declaró inexequible el Decreto 3929 del 9 de octubre de 2008, que a su vez declaró el Estado de Conmoción Interior en todo el territorio nacional para contrarrestar los efectos de un paro judicial.
La decisión de la Corte es congruente con su reiterada jurisprudencia, la cual en síntesis ha sostenido que el Presidente de la República no puede acudir al mecanismo excepcional, ni asumir los poderes consiguientes si existen herramientas ordinarias que le permitan sortear la crisis de orden público. Con mayor razón, es improcedente el Estado de Conmoción Interior, y en consecuencia resulta inconstitucional, si no hay una genuina y probada situación de perturbación grave en el orden público político. No la había en el caso que en esta oportunidad revisaron los jueces constitucionales.
Pero, infortunadamente, la sentencia fue tardía. El Gobierno puso en vigencia la ley marcial para salirle al paso a protestas laborales que habrían podido tratarse, como lo ordena la Carta, por la vía de la concertación. Dictó inclusive normas abiertamente inconstitucionales, como las que derogaron y modificaron con carácter permanente disposiciones del Código de Procedimiento Civil. Mantuvo el Estado excepcional por muchos días posteriores al levantamiento del paro. Produjo el efecto político que quería producir. Y cuando la Corte Constitucional declaró que todo eso era violatorio de la Constitución, la resolución judicial quedó reducida a un documento inaplicable y teórico destinado a los anaqueles de los juristas, pero no logró -como ha debido hacerlo- el efectivo imperio del ordenamiento constitucional.
Hay que ponerle dientes al control de constitucionalidad
Por eso mi criterio al respecto sigue siendo el que consigné hace unos años en salvamentos y aclaraciones de voto: si el control constitucional no es eficaz para la defensa real de la Constitución, sobra. Es necesario que se prevean disposiciones que hagan prevalecer los preceptos superiores sobre la voluntad transitoria, coyuntural y caprichosa del gobernante. Por ejemplo, consagrar un control previo al cual se supedite la vigencia de los decretos legislativos, o una modalidad de suspensión provisional de normas abiertamente incompatibles con la Carta Política, que impida su entrada en vigencia mientras el proceso se adelanta[3].
En síntesis:
- La Constitución, que es la prenda más importante de la libertad, tendría que ser efectiva para lograr su cometido.
- Infortunadamente nuestra sociedad marcha, con los ojos cerrados, hacia un precipicio en que caerán los valores y postulados de 1991, dentro de una mayoritaria concepción caudillista sobre el Estado, orientada -ojalá no irreversiblemente- hacia el autoritarismo y la aceptación del poder omnímodo.
*Miembro fundador de Razón Pública. Para ver el perfil del autor, haga clic aquí.
Notas de pie de página
[1] Charles Louis de Secondat, Señor de la Bréde y Barón de Montesquieu, De l´Esprit des Lois, Le Seuil, París, 1964 (traducción del autor).
[2] José G. Hernández Galindo, Poder y Constitución, Bogotá. Editorial Legis. 2001, p. 5
[3] Ver página www.elementosdejuicio.com, 18 de febrero de 2009