El confuso -o dudoso- atentado contra Petro sigue siendo la punta de un iceberg que creíamos haber dejado atrás. Pero los hechos son tozudos y la violencia política podría seguir siendo el penoso distintivo de Colombia. ¿Será que no hemos avanzado nada?
Hernando Gómez Buendía*
El milagro colombiano
La tasa de homicidios en 2017 fue la más baja de los últimos 42 años. El número de secuestros en 2017 fue veinte veces menor que en el 2000. Durante el año que siguió al cese al fuego con las FARC, las amenazas disminuyeron en 32 por ciento, las extorsiones en 43 por ciento y el terrorismo en un 52 por ciento.
Esta caída de la violencia política es la base del “Colombian miracle” que celebra la prensa internacional, milagro al cual se sumaron a su tiempo la extinción de los grandes carteles de la droga, el “nuevo clima de inversión” que resulta de una mayor seguridad, el aumento notable del ingreso per cápita (de 5.805 a 14.810 dólares en lo que va del siglo) y los 4,6 millones de personas que dejaron de ser pobres entre 2010 y 2016.
Podría ser que Colombia sin las FARC no sea más que Colombia sin las FARC.
La anterior pintura rosa -y el argumento causal que le subyace- son por supuesto sumamente discutibles. Pero no hay duda de que el Acuerdo de La Habana fue un paso gigantesco en el proceso de acabar la violencia política es decir, la violencia organizada y motivada por disputas sobre el sistema de gobierno, los titulares del poder, o el contenido de las políticas públicas.
La extinción de la guerrilla principal de Colombia para volver a la política sin armas es un salto cualitativo en nuestra historia, que por eso mereció un premio Nobel e hizo creer a muchos ciudadanos (y a muchos analistas) que al fin sería posible vivir en un país mejor.
Esa fue la ilusión del posconflicto.
¿Un tumor o un cáncer?
![]() Marcha de las flores Foto: Centro Nacional de Memoria Histórcia. Fotógrafo: César Romero |
Pero podría ser que Colombia sin las FARC no sea más que Colombia sin las FARC, es decir que hubiéramos salido de un actor principal de la violencia política sin corregir las causas que a lo largo de dos siglos han producido esa violencia.
O para ser más respetuoso de la Historia: hemos tenido épocas de altísima violencia pero también períodos de relativa paz, de modo que los brotes actuales de violencia política no necesariamente auguran el regreso a una guerra de proporciones comparables a las de la guerra que acabamos de vivir.
Pero aún entonces:
- No hay violencia política pequeña (un solo magnicidio –o el asesinato de otro líder social- serían execrables de por sí);
- Los brotes que se asoman también podrían ser el prólogo de otra gran oleada de violencia, y
- Por lo tanto es de veras necesario que aclaremos (i) a qué se debe la especial propensión de Colombia a la violencia política y (ii) hasta dónde se han remediado esas causas, para que (iii) los próximos gobiernos se dediquen a completar esta tarea crucial.
Un desafío mayor para mis colegas “violentólogos”: ¿qué pasará con la violencia política ahora que no hay FARC? Y un desafío mayor para los gobernantes: ¿qué realmente nos falta por hacer para que la violencia política no siga?
Los siete brotes
Dije que la violencia política es violencia organizada y motivada por disputas sobre el sistema de gobierno, los titulares del poder, o el contenido de las políticas públicas. Con esta definición – que por supuesto es discutible- diría que hoy tenemos cuatro focos activos y tres brotes latentes de distinta extensión y gravedad, así:
1. El ELN, que está en proceso de división irreversible entre los que quieren negociar y los que insisten en los atentados. La Fuerza Pública va a eliminar a los que sigan en el monte, y habrá una guerra sucia contra las bases sociales de esta guerrilla (sobre todo en Arauca y el Chocó).
2. Los 394 líderes sociales que han sido asesinados entre el momento del “acuerdo de apertura democrática” y el pasado 31 de enero. Aunque la Fiscalía vacila en declararlo, “hay un patrón sistemático en los asesinatos: todos los líderes muertos estaban desafiando poderes consolidados en los territorios”. Lo cual apunta hacia el núcleo más duro y persistente de la violencia de derecha en Colombia: el que ahoga en sangre los intentos de cambio en las regiones.
3. Los 36 desmovilizados de las FARC que habrían muerto hasta el pasado 23 de enero. Algunos habrían sido víctimas del ELN o el Clan del Golfo, pero otros habrían sufrido la venganza de sus víctimas en las regiones donde hicieron presencia. De aquí se sigue un pronóstico sombrío para los exguerrilleros, y este temor explica en buena parte la desbandada de hasta el 50 por ciento de los que estaban concentrados en las zonas veredales.
Un desafío para mis colegas “violentólogos”: ¿qué pasará con la violencia política ahora que no hay FARC? Y un desafío para los gobernantes: ¿qué nos falta por hacer para que la violencia política no siga?
4. El ya dicho Clan del Golfo y otros “grupos armados organizados” (GAO) que siguen ejerciendo su violencia criminal pero intentan pasarla por violencia política. En la dudosa tradición de las AUC (o en la aún más dudosa de Pablo Escobar), estos grupos pretenden negociar el contenido de políticas públicas – y con eso apuntan a otro foco persistente y duro de la violencia política en Colombia-.
5. Un primer brote incipiente de violencia es el que han encontrado los candidatos de la FARC. Los abucheos y hasta los gritos de “asesino” –promovidos o no por la derecha- son parte destemplada de un proceso electoral, cuando además hay heridas abiertas y la guerrilla solo pidió perdón “por el dolor que hayamos podido causar en esta guerra”. Pero de aquí a la violencia no hay un trecho muy largo, y por eso el partido suspendió su campaña mientras “no haya garantías”.
Y aquí tengo que insistir en los principios de una ética civil: (i) la paz negociada no es posible si a los exguerrilleros se les prohíbe la política; (ii) el Estado tiene por tanto el deber de brindarles garantías; (iii) los ciudadanos tenemos el derecho de debatir sus propuestas y el sagrado deber de respetar su integridad, y (iv) perdonar los delitos es muy distinto de votar por alguien, y por eso los que creemos que esta guerra fue ilegitima no votamos ni votaremos por nadie que haya practicado, predicado o justificado la violencia.
6. Desde el polo contrario a las FARC, Uribe y Vargas Lleras han sufrido atentados que podrían repetirse, aunque en esta campaña no hayamos ido más allá de las rechiflas -que son legítimas – o de los daños a la sede de un candidato uribista– que son inaceptables-.
También en relación con la derecha hay que decir que nadie debería votar por candidatos que practiquen o propicien la violencia, y que en el caso específico de Uribe debemos atenernos al criterio de los jueces -que además en esos días han tenido expresiones especialmente severas-.
7. Pero la novedad más alarmante fue el confuso atentado contra Gustavo Petro del pasado 2 de marzo. Confuso porque la Fiscalía concluyó que no hubo balas y el presidente declaró que la supuesta víctima “está haciendo espectáculo”, pero las evidencias no son del todo claras y el afectado pidió una investigación internacional porque no confía en las autoridades colombianas.
Aunque no hubiera habido balas: el solo hecho de que esta desconfianza pueda darse o de que alguien en efecto pueda atentar contra la vida del “outsider” que hoy está encabezando las encuestas, nos remite a la tradición del magnicidio, que en Colombia ha frustrado los movimientos de ruptura desde Rafael Uribe hasta Gaitán, o Galán, Pardo Leal, Pizarro y varios más.
Un magnicidio sería la máxima expresión de la violencia política que a lo largo de toda nuestra historia ha truncado la vida de caudillos emergentes, ha diezmado movimientos o partidos de oposición, ha frustrado los grandes proyectos reformistas, ha acabado con miles de dirigentes populares, ha dado muerte a otros miles de soldados y policías, ha causado tragedias humanitarias y se ha expresado en toda suerte de delitos atroces y crímenes de guerra en nombre de todas las ideologías: la centralista y la federalista, la católica y la laica, la liberal y la conservadora, la comunista y la anticomunista, la del establecimiento y la del anti-establecimiento.
Colombia y su fantasma
![]() Luis Carlos Galán Foto: Archivo de Bogotá, Secretaría General. Fotógrafa: Vicki Ospina |
Ningún otro país de América Latina ha sufrido una violencia comparable a la nuestra, y esto reafirma la urgencia de saber hasta dónde hemos cambiado los patrones que subyacen a nuestra peculiar enfermedad.
Este no es por supuesto el lugar para entrar en un debate que ha ocupado a las mejores mentes del país, así que me limito a apretar mis “prejuicios decantados” sobre el porqué de nuestra enfermedad:
1. La clave es la geografía. Somos un país desvertebrado o fragmentado entre seis macro-regiones, 32 departamentos y más de un centenar de subregiones o “provincias” diferenciadas por la topografía, la demografía, la economía y la historia, con el mayor número de ciudades grandes o medianas de América Latina.
2. Esas muchas provincias fueron siendo pobladas en un proceso colonización que todavía no hemos completado, con títulos de propiedad precarios y diferentes tipos de relaciones laborales (serviles, salariales, pequeños propietarios, informales…). Las élites locales en general han mantenido su poder y se han diversificado hacia las nuevas actividades económicas (legales o ilegales).
“En caso necesario las disputas se arreglen a las malas”.
3. De lo anterior resulta un Estado central débil, construido a partir de coaliciones entre élites locales y respetando sus arreglos de control social. Estas élites no pueden permitir un ejército fuerte (por eso no hay dictaduras) y su fórmula de unidad nacional es una democracia electoral de clientelas locales. Por eso somos la democracia más estable de América Latina, pero también el país donde el Estado no tiene aún el monopolio de la fuerza.
4. Los conflictos sociales tienden así a agotarse en la lógica del amigo-enemigo. Los dos partidos tradicionales conectaron a las provincias con el centro, pero en su esfuerzo de movilización acabaron por ser “dos odios heredados”. Por ser poli-clasistas y confederados, estos partidos no pudieron imponer las reformas que habrían derrotado a las élites locales- empezando por el tema de la tierra-. El conflicto religioso no resultó en un Estado secular, como en Europa, sino en la polarización entre cosmovisiones excluyentes…Nadie en Colombia defiende abiertamente la violencia pero todos aceptamos que “en caso necesario las disputas se arreglen a las malas”.
5. Y entre tanto la ausencia dispareja del Estado en las regiones ha permitido que al vaivén de las fuerzas económicas mundiales surjan “enclaves de exportación” más o menos democráticos (el café) o expoliadores (la minería) o criminales (la cocaína). Y la violencia política se va adaptando a nuestras formas de inserción en el mundo.
Creo que el punteo anterior capta un sentir común entre los estudiosos de la “enfermedad colombiana”. E infortunadamente creo que a la luz de este punteo es más bien poco lo que de veras cambió con el Acuerdo de la Habana.
Con la rudeza del historiador, incluso se diría en el futuro que este acuerdo fue apenas otro pacto entre élites – el santismo y los jefes de las FARC- que se redujo a decretar la impunidad para ambos bandos y donde las reformas para los campesinos sin tierra, los cocaleros, los movimientos populares y las víctimas fueron pura retórica.
Yo por supuesto quisiera que esta hipótesis no fuera la acertada, así que por ahora disfrutemos de este quizás momento de entre-guerras y aprovechemos el tiempo para dejar de ser esclavos del pasado.
*Director y editor general de Razón Pública. Para ver el perfil del autor, haga clic aquí.