Coca: preguntas de política | Fundación Razón Pública 2023
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Coca: preguntas de política

Escrito por Francisco Gutierrez Sanin

Necesitamos una nueva política sobre los cultivos de coca, y este cambio es posible. Pero antes tendríamos que volver a discutir los lugares comunes acerca del papel de los cultivos en Colombia.

Francisco Gutiérrez Sanín*

Cambio sí, ¿pero hacia dónde?

En lo que respecta a los cultivos de coca, Colombia se encuentra en un momento crítico. Por un lado, las viejas prácticas asociadas a la guerra contra las drogas se están resquebrajando. Por el otro, no existe claridad sobre hacia dónde nos deberíamos dirigir en este terreno particular.

En Colombia y en el mundo, incluidos los Estados Unidos, se han producido cambios sustanciales, pero la pregunta de qué hacer con la producción de coca para el mercado global sigue abierta.

Quisiera en estas breves reflexiones explicar por qué creo que el cambio en las políticas agrarias con respecto de la coca es conveniente y posible, y por qué a mi juicio debería pasar por una perspectiva rural que tenga en cuenta los diferentes impactos del cultivo.

a muchos se les olvida que la política ha cambiado en todas partes, y que un fenómeno relativamente nuevo en Estados Unidos, así como en Colombia, es una izquierda y una centroizquierda electoralmente relevantes, con presencia en el congreso (piénsese en las Ocasio Cortez, en los Bernie Sanders, etc.) y no muy entusiastas con respecto de la guerra contra las drogas.

Comienzo entonces con las opciones de cambio. Que yo sepa, se han presentado en esencia dos posiciones en el debate académico, político y legal, que las subestiman.

El mundo está cambiando

Según las primeras, una nueva política cocalera es deseable, pero irrealizable. Hay un régimen prohibicionista internacional, plantea esta posición, frente al cual Colombia puede hacer poco o nada. Habría simplemente qué pensar cómo navegamos en esas condiciones desfavorables para mejorar marginalmente nuestra situación, mientras que el mundo entra en razón.

Creo que esa posición es tremendamente errónea, comenzando por el hecho de que desconoce la masiva literatura internacional que se ha generado sobre el régimen prohibicionista global, una de cuyas conclusiones más o menos claras es que es bastante poroso. Poroso, obviamente, no quiere decir inexistente o que pueda ser tratado con frivolidad.

Pero varios países han logrado manejar a su manera la cuestión de sus propios cultivos ilícitos (en una reciente columna en El Espectador expliqué por qué no volveré a usar la expresión políticamente correcta de “cultivos de uso ilícito”), también en la órbita de influencia estadounidense. Piénsese no más en Bolivia y Perú, o en los diversos estados de la potencia del norte que, sobre todo a través de plebiscitos, han ido avanzando hacia la legalización de sustancias antes prohibidas y estigmatizadas.

Además, a muchos se les olvida que la política ha cambiado en todas partes, y que un fenómeno relativamente nuevo en Estados Unidos, así como en Colombia, es una izquierda y una centroizquierda electoralmente relevantes, con presencia en el congreso (piénsese en las Ocasio Cortez, en los Bernie Sanders, etc.) y no muy entusiastas con respecto de la guerra contra las drogas.

Ahora bien: cualquier cambio en este terreno debe tener en cuenta varias especificidades que hacen que en efecto nuestra situación sea más bien complicada. Una de ellas es que a ningún proyecto colombiano fuera de la política convencional le conviene hostilizar a los Estados Unidos.

Aún así, creo que una política cocalera razonable podría al menos atraer la neutralidad benévola de diferentes países y políticos occidentales, incluyendo a un sector importante del partido demócrata gringo.

¿Propiciar el narcotráfico? 

Una segunda objeción es que suspender los ataques contra los cultivos ilícitos puede ser posible, pero en cambio no es deseable. Se dice en apoyo de esta idea que hacerlo implica la connivencia con el narcotráfico. Esta posición puede llegar a ser muy maliciosa, y a menudo se enuncia para hacer demagogia pura y dura. Pero en estos casos conviene suspender el juicio por un momento y considerar el argumento en sus propios términos. ¿Se sostiene?

La evidencia sugiere que, en el mejor de los casos, la conexión entre vínculos del Estado y el sistema político con los narcos, por una parte, y ataques contra el campesinado cocalero, por la otra, es al menos dudosa. El país ha pasado por una narcotización masiva del sistema político, que va mucho más allá del proceso 8000, en paralelo con su brutal ataque de décadas contra los campesinos. No hay ninguna evidencia de que éste haya, de alguna manera imaginable, limitado a aquella.

De hecho, creo que hay dos mecanismos que actuaron precisamente en la dirección contraria, es decir, que hicieron que la guerra contra el campesinado llevada a cabo bajo la bandera de guerra contra las drogas contribuyera a la narcotización de nuestro sistema político y nuestro Estado:

Primero, concentró todos los esfuerzos en el eslabón más débil de la cadena del mercado.

Segundo, y fundamental, creó un sistema de señales públicas para la relación entre Colombia y los Estados Unidos absolutamente fatal. Según este sistema, los políticos que apoyaran las fumigaciones eran confiables y aceptables. Podían estar involucrados en las relaciones más complicadas, o abiertamente criminales; pero si eran profumigación, entonces eran viables y “decentes”. Eso legitimó a un montón de hampones, y sospecho mucho que el lamento por la suspensión de los ataques a los cocaleros pasa por el intento de no dejar marchitar ese mundo de señales fatalmente erradas, que contribuyeron mucho a la criminalización de nuestra vida pública, a costa de los campesinos cultivadores.

Reabrir la discusión

En conclusión: es posible y conveniente apuntar a una nueva política. ¿Pero cuál? Creo que ella sólo se puede diseñar correctamente si se tiene en cuenta lo que ha significado la coca para nuestro mundo rural a lo largo de todos estos años.

Es claro que el ingreso de la coca a diferentes territorios ha venido de la mano de múltiples desgracias: violencias, pérdida del control del territorio por parte de sus pobladores, regulación del mercado por parte de grupos armados no estatales, y bruscos cambios en normas, comportamientos y valores de la población, sobre todos los jóvenes (contra el estereotipo, argumentaría que no todos estos cambios son negativos; escribimos sobre eso con mi colega Diana Machuca).

A esa evidencia, que es en esencia incontrastable, hay que completarla con otras dos perspectivas. Primero, la violencia no fue ni de lejos el monopolio de la coca, o siquiera de las economías ilegales. El cuento tan popular de que la coca fue el combustible de la guerra tiene tanto de largo como de ancho. Al menos habría que agregar otros combustibles (comenzando por la gasolina…). Sobre todo, es mejor no olvidar que muchas (no todas) de nuestras economías rurales legales han sido extraordinariamente violentas. Piénsese no más en el papel de la hacienda ganadera en nuestro conflicto.

Y, segundo y sobre todo, la coca trajo consigo numerosos bienes sociales, que permitieron que se conformara un campesinado ilegalizado, pero relativamente próspero, con un margen de ahorro real (esto es clave para cualquier noción razonable de desarrollo). No estoy hablando sólo o principalmente de plata: con media hectárea cultivada con coca nadie se ha vuelto rico. Sino de una economía de exportación de pequeños propietarios, que se hizo viable porque estaba conectada a un mercado global que, al menos hasta hace poco, estaba caracterizado por un brutal dinamismo. Los campesinos se quedaban con las migajas. Pero hasta ellas les permitieron tener acceso a tierra, a educación, y a un avance social modesto, pero perfectamente tangible. La existencia de estos bienes interroga de manera dramática a nuestra economía rural legal, que rara vez ha logrado ofrecer algo análogo.

Foto: Gobernación del César - La coca no fue el único “combustible” de la guerra, como se dice popularmente. De hecho, debe recordarse que muchas economías legales, como la ganadería, han sido violentas.

Según este sistema, los políticos que apoyaran las fumigaciones eran confiables y aceptables. Podían estar involucrados en las relaciones más complicadas, o abiertamente criminales; pero si eran profumigación, entonces eran viables y “decentes”.

¿Eso le recuerda a alguna otra experiencia colombiana? Los que hayan dicho “al café” (en su mejor y más idealizada versión) están, creo, en lo cierto.  En efecto, nuestro principal rasgo de identidad nacional no está tan lejos de la experiencia cocalera. Campesinos expulsados de las mejores tierras lograron, gracias a una economía de exportación, volverse viables en las laderas andinas. Con la coca, cultivadores expulsados en masa al bosque húmedo tropical alcanzaron lo propio. La analogía no es absoluta, pero sí va todavía más allá de lo que alcancé a plantear aquí (en la actualidad me encuentro trabajando en el tema).

Obviamente, esta narrativa comporta toda una serie de variaciones por período, por territorio, por etnia. Tales variaciones son muy importantes. Además, no toda nuestra coca fue producida para el mercado (aunque el grueso sí parece haberlo sido). Pero es fundamental, sobre todo si se está pensando en políticas públicas, tener el panorama general.

Ahora bien: lo complicado, el dato fundamental que necesitan los tomadores de decisiones es que los bienes y los males de la coca tienen, al menos parcialmente, el mismo origen: la ilegalidad del producto. Por ella, por ejemplo, la regulación recae sobre grupos armados ilegales; por definición el Estado no puede tomarla. Pero también por ella el mercado origina unas super ganancias capaces de engendrar riquezas muy concentradas y a la vez un campesinado que, pese a obtener una parte mínima de ellas, puede mantenerse en el territorio. Es una alternativa o un dilema difícil, como lo he analizado en otro escrito.

Por eso, el tránsito hacia cualquier forma de economía legal, que la mayoría de los cocaleros desean intensamente, tiene que responder a una pregunta fundamental: ¿cómo mantener los bienes que ha dejado la coca ilegal, superando sus males? Creo que esa pregunta admite buenas respuestas. Pero esto ya es objeto de una reflexión aparte.

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1 Comentario

Anónimo septiembre 16, 2023 - 11:50 am

Colombia unos de los paises latuinoamreicanos mas afectados contra la lucha del narcotrafico asi mismo conteniendo demasiada sangre gracias este conflicto, en mi opnion colombia y el mundo deberia comenzar hacer el transito a una economía legal sobre este tipo de sustancias esto se debe que siemrpe las cosas que estan fuera de las ley son demasiado costosas dandole asi una ganancia gigantesta a los vendedores , cuando algo se vuelve legal se vuelve mas acequible dando asi que las ganancias se reducierian a un nivel demasiado alto y ya no tendria la misma demanda por ser algo ilegal.
Me cave recalcar que el hombre que no conce su historia esta destinada a repetirla podemos ver el caso en estados unidos en el año 1920 en el cual se hizo una prohibicion a las sustancias alcoholicas con el principal objetivo e acabar con sus consumo dadno a si menos problemas que conllevan este tipo de sustacias como problemas familiares, salud , interdiciplinares y judiciales. pero ocurrio todo lo contrario las bandas criminales cogieron el mercado conllevando asi a bastantes peleas donde muchos fueron involucrados y cogiendo territorios para infundir miedo y terror, los compradores de estas bebidas alcoholicas el precio se triplico a comparacion cuando fue legal danda asi una gran ganancias a los mismos.

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