

Las movilizaciones masivas lograron retirar el proyecto de reforma tributaria. Pero la clase media sigue inconforme, y hay maneras mejores de concebir la reforma; estas son las opciones.
Diego Guevara*
Oscar Morillo**
Rechazo ciudadano y élites inconformes
Las movilizaciones masivas que tuvieron lugar la semana pasada y en medio del tercer pico de la pandemia, demostraron el rechazo generalizado a la propuesta de reforma tributaria que presentó el gobierno. Después de casi cinco días de paro, el presidente Duque retiró la propuesta con la salvedad de que presentaría una nueva.
El gobierno insistió mucho en la necesidad de la reforma para financiar los programas sociales que surgieron durante la crisis. Programas como el ingreso solidario o como familias en acción y jóvenes en acción, que han sido los caballitos de batalla de la política social focalizada en el siglo XXI.
Pero casi no se dice que una gran parte del recaudo que pretendía lograr esta reforma estaba encaminado a pagar la deuda y mantener alejado el fantasma de la pérdida del grado de inversión, que condiciona los costos de financiación para el país.
En este sentido, la reforma puede ser muy conveniente para los sectores financieros colombianos, pues ellos concentran una parte significativa de la deuda externa privada. Por eso son los principales interesados en mantener unas buenas condiciones de ingreso de divisas. Más aun cuando las carteras vencidas empezarán a dispararse una vez que se acaben las gabelas de pago que han dado por la crisis.
Pero lo que es bueno para las élites no siempre es bueno para las clases medias. Aumentar el IVA, extender la obligación de declarar renta a las personas de menor ingreso y, en general, pretender recaudar recursos entre una frágil clase media, son medidas que la ciudanía resiste y rechaza. Por eso el gobierno decidió, en un primer momento, poner en pausa estas mismas propuestas; pero debido a la protesta e insatisfacción continuadas de la ciudadanía se vio obligado a retirar la reforma completa.
En Colombia no es fácil conciliar los intereses de las élites con los de la golpeada clase media. Si bien esta reforma incluía algunos elementos de progresividad—como el impuesto a patrimonios superiores a 5000 millones de pesos o el cambiar las tarifas de tributación sobre dividendos—, estas mismas propuestas son las que no agradaron a los grupos económicos. En parte por eso, algunos partidos que usualmente apoyan las reformas del gobierno se opusieron de manera radical y contribuyeron a que fuera retirado el proyecto.

La vulnerabilidad de la clase media
Durante la década anterior a la crisis de la COVID-19 los niveles de pobreza disminuyeron de manera notable: su incidencia pasó de 40,3% en 2009, a 27% en 2018. En el marco del ‘boom’ minero-energético, los altos precios del petróleo, los programas de transferencias condicionadas y el relajamiento de las restricciones financieras, se elevaron los niveles de consumo, pero también los niveles de deuda de los hogares colombianos.
En Colombia no es fácil conciliar los intereses de las élites con los de la golpeada clase media.
El discurso de la tecnocracia empezó a insistir en que la consolidación de la clase media sería el gran logro del nuevo milenio. El exministro de Hacienda, Mauricio Cárdenas, dijo incluso que la gran cantidad de colombianos en el mundial de Brasil del 2014 se debía a la consolidación de esa clase media. No tuvo en cuenta sin embargo, la deuda de los hogares y el que la pasión del fútbol muchas veces oscurece la racionalidad económica.
Hoy sabemos que esa clase media no estaba tan consolidada. Los datos de pobreza del DANE para 2020, publicados esta semana, muestran una cifra preocupante: el 42% de la población está en condición de pobreza monetaria. Muchos dirán que se asiste a una década perdida en materia de lucha contra la pobreza, pero es, más bien, una década de ilusión cuando se pensó que la pobreza podía superarse con programas focalizados, pero sin insistir en políticas de crecimiento incluyente y sectores intensivos en empleo.
El retorno de un gran porcentaje de personas a la pobreza es también un golpe al segmento inferior de la clase media. Esa misma que no está incluida en los programas de ayudas del gobierno porque no eran pobres, pero ahora lo son; esa misma que no recibe ingreso solidario ni recibiría devolución del IVA y que, en consecuencia, sufriría más las repercusiones de la reforma tributaria.
¿Quién protesta?
En la columna de opinión “La marcha de los calzoncillos”, Marc Hofstetter sostiene que el escaso apoyo que recibió la reforma en el Congreso se debe al interés de los partidos en mantener los beneficios de las élites económicas y políticas. Si a los congresistas en verdad les interesara el bienestar de los colombianos, se habrían rasgado las vestiduras con la firma del decreto que pone un arancel de hasta 40% a las importaciones textiles. Esto, según el columnista, causará un abrupto aumento de los precios y encarecerá los textiles para la población.
El profesor concluye que se trata de una defensa irrestricta del statu quo, pues son las mismas élites económicas quienes se enfrentan a una pérdida de sus privilegios. Sin embargo, la columna de Hofstetter deja la sensación de que se está minimizando el movimiento social, al comparar los efectos de un arancel con los efectos de una reforma tributaria, lo cual no es muy pertinente.
Minimizar el descontento popular desconoce la existencia de movimientos sociales que se han organizado debido a los efectos negativos de la crisis económica y la inoperancia del gobierno. Pero, según el columnista, no son los sectores más pobres de la población los que salieron a protestar sino los más ricos y privilegiados…
El saber convencional y el saber verdadero
Así las cosas, para cierto sector de la tecnocracia colombiana, la reforma posa de progresista y redistributiva.
Esta reforma habría sido el mecanismo necesario para “estabilizar” las finanzas estatales. Sostienen que, aunque se extenderá el IVA a varios productos de la canasta familiar, éste se devolverá a las poblaciones más vulnerables. Además, se aumentaría el monto mínimo para el pago de impuesto de renta, se habrían gravado las pensiones más altas y congelado el sueldo de los funcionarios públicos durante 5 años. Todo esto representaría una verdadera transformación social, solidaria y sostenible.
Al considerar el primer argumento, es inevitable preguntarse si para los economistas de la corriente más convencional la mejor solución al problema de la pobreza en Colombia es la devolución del IVA. En cualquier caso, la medida cobijaría apenas a los más vulnerables, dejando por fuera a quienes están en peligro de caer en la pobreza, los nuevos pobres y a las franjas inferiores de la clase media. Los alimentos serían más caros para estas poblaciones no focalizadas, que se verían seriamente afectadas.
El retorno de un gran porcentaje de personas a la pobreza es también un golpe al segmento inferior de la clase media.
Por otro lado, el impuesto de renta recaería en buena parte de lo que queda de la clase media, que se encuentra entre el decil (1/10) de mayores ingresos, pero que no por eso podría considerarse la población “más rica”. Por el contrario, en Colombia hay muchos pobres y esto hace que el ingreso promedio medio sea muy bajo, o casi igual a un salario mínimo.
La defensa ferviente e infructuosa de la reforma tributaria, que llevo a cabo la mayoría de los tecnócratas y economistas de la ortodoxia criolla, se basaba en la supuesta necesidad de financiación y estabilización del gasto estatal. No estaría de más recordarles —para que tengan en cuenta cuando estén redactando la nueva propuesta de reforma— la postura de “finanzas funcionales” defendida por Abba Lerner y buena parte de la escuela keynesiana del siglo XX y XXI. Según esta corriente, los Estados nacionales pueden incurrir en déficits fiscales siempre y cuando gasten en políticas que garanticen el empleo —algo muy necesario dada la coyuntura actual de desempleo (14%) e informalidad en Colombia (50%)—.
Otro recurso teórico que podría ser de utilidad es la teoría de la moneda moderna (MMT), según la cual el déficit público se traduce precisamente en un superávit privado. Por lo tanto, si el Estado incurre en déficit fiscal, acaba mejorando la posición del sector privado.
En este sentido, podría pensarse en programas de empleo garantizado como los que propone la escuela post-keynesiana, para recuperar el nivel de ingreso de las familias y enderezarnos hacia una senda de crecimiento sostenible vía demanda efectiva. En resumen, hay que ir más allá de las recetas tradicionales.