Un análisis del discurso de Fajardo. Con su tono elitista y tecnocrático, el centro estigmatiza lo emocional, predica el moralismo y es otra forma de la intolerancia que por eso no logra conectar con los votantes ni precisar el cambio que Colombia necesita.
Pedro Adrián Zuluaga*
Tres extremos
En pocas semanas, Colombia enfrentará una –o dos– jornadas electorales cuyos protagonistas casi seguramente van a ser dos extremos de la balanza política:
- Una derecha algo aturdida y vergonzante que carga el peso de un gobierno como el de Duque, de un incierto legado, y la inmensa deuda histórica de su larga hegemonía en el poder, y
- Una izquierda enardecida que sabe que de esta tormenta perfecta ella puede resultar beneficiaria, para por fin hacerse con ese poder que le ha sido esquivo.
Cada extremo tiene sus narrativas, basadas –no hay nada raro en ello–en verdades a medias, algunas evidencias y un despliegue emocional muy eficaz dependiendo de a qué sectores de la sociedad se les hable. Las encuestas, instrumento también criticado por muchos debido a sus dosis de incertidumbre, parecen confirmar la efectividad de tales relatos extremos: dominan en ellas –si fuéramos a simplificarlo– el miedo a que todo siga igual y el miedo al cambio.
Desde otro extremo, que también es vociferante en el ámbito de la opinión política, así no se refleje en las encuestas, se lamenta esa supuesta polarización y se hace campaña contra ella, con llamados a la sensatez, el aplomo, el cambio tranquilo.
Estas han sido las banderas de Sergio Fajardo, candidato de la Coalición Centro Esperanza, un proyecto político que en su inestable andadura ha recibido críticas por la escasa visibilidad que le ha dado a las mujeres y por hablar con un tono ilustrado y tecnócrata que muchos consideran rancio y que, ante la realidad de las cifras, está demostrando su desconexión con los intereses y las emociones de las mayorías.
El papel de la emoción
La llamada polarización está lejos de ser una realidad exclusiva de Colombia. Los antagonismos radicales son el paisaje electoral en la mayor parte del mundo (con excepciones como Francia o Alemania) y sin duda en Latinoamérica. Quizá, en vez de proscribirlos, como hace con frecuencia el centro político, convendría entenderlos, detenerse a pensar las tramas históricas que constituyen su materia.
Para hacerlo, un primer paso sería dejar de mirar con recelo las emociones, y entender a estas no solo como centrales a toda vida sino, por supuesto, a toda decisión política. No me interesa detenerme, sin embargo, en el lugar, más o menos claro, de los afectos dentro de los relatos de la derecha y la izquierda, sino tratar de entender un espacio mucho más opaco: el del centro político, una ideología que, al menos en Colombia, se ha construido estigmatizando la emotividad.
Lo problemático de una concepción en blanco y negro de la política, de buenos y malos tajantes y definitivos, es que niega y desconoce lo que ella tiene de contingente e impredecible: la política no tiene la transparencia de un axioma matemático.
Distintos sectores de la izquierda han suscrito la idea de que el centro no existe, o que es una fachada embellecida de la derecha. Pero más que negar su existencia, algo que bloquearía la comprensión de los procesos y sentidos que allí se expresan, habría que detenerse a observar los pliegues del discurso centrista.
La educación sentimental de Fajardo
En 2018, en un escenario electoral no igual pero sí muy parecido al de 2022, el filósofo Simón Ganitsky identificó lo que él llamó la “educación sentimental” de Fajardo. En ese entonces, el actual candidato de la Coalición Centro Esperanza habló de los extremos que representaban Duque y Petro, atribuyéndoles a cada uno, respectivamente, las emociones “negativas” del miedo y la venganza, y mostrándose a sí mismo como un candidato equilibrado que representaría una emoción “positiva”: la esperanza. Ganitsky escribió:
“El engaño, pues, es múltiple: primero, porque hacen creer que el miedo y la venganza son, en sí mismos, dos extremos, y que, en sí mismos, por ser extremos y por sonar feo, están mal; segundo, por hacer creer que el miedo y la venganza conducen a lo mismo (¿al apocalipsis?) y, en últimas, son lo mismo, que no lo son; y tercero, por hacer creer que la esperanza excluye tanto el miedo como la venganza, y que sería esencialmente opuesta a esas otras emociones perversas. Esa visión infantilizante y superficial de las emociones y de las motivaciones parece ser el fundamento de la campaña de Fajardo”.
Moralismo vs. corrupción
Contrariamente a la supuesta asepsia emocional de la campaña del centro, lo que se ve con frecuencia en los discursos de Sergio Fajardo es otro extremismo que podríamos llamar un maximalismo moral según el cual la política sería una suerte de combate teológico entre el bien y el mal.
Veámoslo en las propias palabras del candidato en un discurso reciente:
“Hay dos caminos. Hay el camino de la transparencia y la legalidad, donde nadie tiene precio. Y está el camino de la corrupción y la oscuridad, donde los corruptos al que tiene precio se lo encuentran. Esa es la diferencia. Usted tiene precio o tiene principios. Escoge un camino o escojo el otro. No es que yo pueda hacer un poquito aquí un poquito acá. Es una decisión que uno toma con respecto a cómo se enfrenta la política y a lo público”.
Aunque un discurso de ese talante puede sonar necesario o pertinente en un país agotado por la corrupción, también tiene el problema de convertir la corrupción en algo gaseoso y abstracto, y como tal imposible de enfrentar en su raíz heterogénea y compleja. Y convertir al corrupto –de manera artificial y tramposa– en un personaje fuertemente individualizado, como si no actuara amparado en redes extensas, o como si la corrupción no fuera relacional, es decir, sujeta a contextos, situada y concreta.
La corrupción es más un síntoma que la enfermedad en sí. Síntoma, ante todo, de un deterioro absoluto de la confianza en lo público, de una crisis de la relación del Estado con los ciudadanos que lleva a estos últimos –que nos lleva– a considerarlo también como una entidad abstracta, de nadie, o, en el peor de los casos, como un enemigo. Y a organizarse para saquearlo.
Tanto si es de nadie como si se trata de un enemigo, ese Estado se puede defraudar sin que eso represente mayor culpa. Un discurso político que expone la corrupción como un problema moral no avanza en indagar situaciones específicas ni proponer soluciones viables; al plantear la corrupción como una decisión individual, por otro lado, se ignoran (¿deliberadamente?) las estructuras mafiosas en las que la corrupción se despliega, sus tentáculos y su eficacia para capturar los recursos públicos.
Una nueva intolerancia
Si dejamos de lado el problema de la corrupción, que convoca tantas emociones y aparentes consensos, lo problemático de una concepción en blanco y negro de la política, de buenos y malos tajantes y definitivos, es que niega y desconoce lo que ella tiene de contingente e impredecible: la política no tiene la transparencia de un axioma matemático.
Desde ese lugar de verticalidad que asume el centro, la política no sería un espacio de negociación sino de imposición, muy cercano al de las iglesias, los cultos o cualquier otra forma de autoritarismo. En su artículo de hace cuatro años, Ganitsky reparaba precisamente en cómo la campaña de Fajardo se alineaba con la moralización de los sentimientos y de las actitudes que marcó la cultura ciudadana de Antanas Mockus, que el filósofo señala como un experimento autoritario.
Al no señalar ni atacar causas específicas de la corrupción, por ejemplo, los vínculos entre rentas legales e ilegales, la presencia muy desigual del Estado o la hostilidad estructural con que este se relaciona con los ciudadanos, el centro y una de sus banderas que es la lucha anticorrupción, se vuelven inanes.
Fajardo cae en un discurso populista (aunque sin mucho arraigo popular) y demagógico, puesto que moralizar la política ya parece haber probado su ineficacia para reducir la corrupción, en tanto es una lucha que todos suscriben pero que, más allá de algunos buenos resultados locales o regionales, es una práctica lejos de ser erradicada a nivel nacional.

Jugándole a la derecha
Así como la lucha anticorrupción hay otra amplia gama de temas que el centro no ha sabido comunicar bien, por ejemplo, qué tanto el modelo económico que defiende se distancia del de la derecha; entonces, da la impresión de que el centro está quemando sus cartuchos en un único terreno: autopercibirse como garante de una excepcionalidad moral, y no del cambio que una mayoría de votantes nos está diciendo que anhela con urgencia.
Por último, es imposible no reparar en la contradicción que entraña que el centro estigmatice las emociones y ponga como su ideario la razón ilustrada, mientas echa mano de un imaginario moral de tintes religiosos. También es contrario a una ideología que invita a sopesar los hechos y las pruebas con equilibrio y sensatez, que muchos de los alfiles de la campaña de Fajardo y opinadores afines a sus postulados, se hayan alineado con la derecha para multiplicar la guerra sucia contra el candidato de izquierda.
Quizá la de la Coalición Centro Esperanza, diseñada por hombres tan parecidos entre sí, y donde lo femenino o lo social y racialmente diverso entró más como una cuota que como una convicción, no fue capaz de medirle el pulso a un país que, en efecto, ya cambió.
Por ejemplo –y aunque es evidente que todavía hay cosas por aclarar de la visita de Juan Fernando Petro a la Picota–, hubo un gran apresuramiento, de tintes altamente emocionales, en condenar la visita y suscribir rápidamente la tesis de que se trataba de algo escandaloso. La sobriedad o la ausencia de extremismo de algunas figuras del centro político en Colombia quedó entonces en duda.
Para terminar, aclaro que no he hablado aquí de la viabilidad de los programas de gobierno de cada candidato, sino de la construcción de discursos y relatos durante la campaña. Las voces ilustradas del centro dirán que hay que leer los programas o estudiarlos a fondo, en tanto eso es lo más importante. A ellos les respondería que la percepción y la intuición también son formas de conocimiento, y que la política, como ciencia de gobernar para buscar el bien común, no solo se manifiesta en instituciones sino en los cuerpos, en las relaciones entre ellos, en los vínculos sentimentales que suscite o prometa. Y que una campaña que hoy no entienda eso está abocada al fracaso.
Quizá la de la Coalición Centro Esperanza, diseñada por hombres tan parecidos entre sí, y donde lo femenino o lo social y racialmente diverso entró más como una cuota que como una convicción, no fue capaz de medirle el pulso a un país que, en efecto, ya cambió.