No se entiende el problema catalán sin entender el modo como se construyó el Estado español -y en especial la huella del franquismo-. Hoy estamos ante el choque entre dos nacionalismos, y por eso Madrid y Barcelona no quieren negociar. Pero podrían.
Egoitz Gago Antón*
España invertebrada
En la edición para América Latina del periódico El País del 6 de octubre, Héctor Abad Faciolince manifestó su extrañeza respecto de la situación en Cataluña toda vez que – según creía él – la política española se fundaba en el consenso logrado durante la transición del franquismo a la democracia.
El comentario de Faciolince es un error de apreciación bastante generalizado acerca del proceso de transición en España, un momento muy convulsivo en la historia de este país, que se cerró en falso y dejó de lado tensiones históricas que son la causa de los conflictos políticos que hoy estamos presenciando. Estas tensiones se siguen dando de diferentes maneras entre la identidad “española” y las identidades históricas, como la vasca o la catalana.
Para entender la situación de la política española, hay que tener en cuenta una característica esencial del conflicto esto es, que la identidad de España no es un dado que parta de la homogeneidad, sino más bien el fruto de un largo proceso de contraposición de identidades políticas e históricas que han tenido distintos grados de integración. Por lo tanto España no existe como entidad unitaria: esta identidad es una imposición moderna que viene de la dictadura franquista a través de su eslogan “España, una, grande y libre”.
Durante toda la historia española, estas tensiones entre el centro y la periferia se han ido resolviendo mediante pactos entre las élites políticas, normalmente después de procesos con diferentes grados de violencia. Estas soluciones venían en forma de leyes especiales, fueros o estatus diferencial para las regiones afectadas.
Franco y la transición
![]() Periodo de la dictadura de Franco en España. Foto: Wikimedia Commons |
El único momento donde se niegan estas identidades y se cierra el proceso de negociación es durante el régimen de Francisco Franco. En vez de alimentar un sentimiento de unidad nacional, este hecho polariza de forma extrema la política interna. Las consecuencias son de sobra conocidas -por ejemplo, la aparición de grupos armados ligados a las reivindicaciones territoriales, como en el caso de ETA -, pero el efecto más importante y que llega hasta nuestros días es la generación de dos formas mutuamente excluyentes de ver la política: la del centro y la de las comunidades regionales.
El proceso de transición a la democracia, que se da entre 1975 y la Constitución de 1978, no hace otra cosa que institucionalizar esa polarización manifiesta. El texto de la Constitución es una colcha de retazos que pretende contentar a todos los actores esto es, a los remanentes de la dictadura y a los nuevos partidos legales -entre los cuales se cuentan los que representan a las élites políticas de las nacionalidades históricas, como Cataluña y el País Vasco.
Dentro de esa negociación se pacta un Estado descentralizado que funciona legalmente con dos velocidades, entre comunidades históricas (Galicia, el País Vasco y Cataluña) y comunidades no históricas. A las primeras se les otorgaban derechos especiales y, aún más, la capacidad de renegociar sus respectivos estatutos de autonomía o cartas de derechos.
Los poderes del Estado, no reparan que cuanto más negacionista sea su postura, más razones darán al nacionalismo catalán para seguir con sus demandas independentistas.
El ejemplo más claro de estos derechos diferenciales es el llamado “concierto vasco”, que consiste en la autonomía fiscal del País Vasco a cambio de una cantidad fija de dinero que se abona al Estado central cada año. Este derecho no es disfrutado por Cataluña, lo que nos lleva directamente a la situación actual.
La negación de la salida negociada
La Constitución de 1978 fue y sigue siendo entendida de dos formas distintas: para la España centralista es un acuerdo de máximos que no se debe modificar; en cambio, para las comunidades históricas, es un acuerdo de mínimos aceptado para no dilatar el tránsito a la democracia, pero que se vería modificado con la renegociación de las estatutos regionales.
Cataluña intentó renegociar su estatuto en el 2006, con un objetivo claro, la autonomía fiscal. No hay que olvidar que estas negociaciones son complicadas. Si bien con la llegada de la democracia se volvía a la antigua situación tácita de negociación, esta se adelantaba en un ambiente de extrema polarización, con líneas infranqueables. La negociación del 2006 acabó mal, con una negación de cualquier atisbo de autonomía fiscal y con concesiones menores que, además, fueron negadas por la justicia española cuatro años más tarde.
Este resultado nos lleva a la situación actual: la imposibilidad de una salida negociada en el plano político conduce a que, desde el punto de vista catalán, la ruptura con el Estado central sea la única vía posible de autonomía.
Durante los últimos años han surgido opciones políticas, con un gran apoyo en Cataluña, que abogan por la salida separatista –por ejemplo los partidos Candidatura d’Unitat Popular (CUP) y Esquerra Republicana de Catalunya-. Con el fin de lograr esta escisión, se diseñó un referendo de independencia pero, según la Constitución, un mecanismo de estas características solo puede ser convocado por un real decreto tras la aprobación en el Parlamento. Este es el argumento clave que esgrime el Gobierno central cuando habla de ilegalidad del referendo catalán.
Por lo tanto, la situación actual en España se puede presentar como un choque de trenes nacionalistas: por un lado, un nacionalismo central español, defendido por el gobierno del Partido Popular, que viene de un proceso de dictadura y niega cualquier demanda histórica, y, por otro, un nacionalismo catalán, que ve como única salida la ruptura con el Estado central.
El resultado de ese choque de trenes se puede observar claramente después del 1 de octubre: violencia desmedida de las fuerzas de seguridad del Estado, llamadas a la polarización desde los dos bandos y el alejamiento de posturas, lo que ha llevado a Cataluña a una situación insostenible, donde no se reconocen los derechos históricos y se niegan la complejidad y diversidad de la región.
¿Qué hacer?
![]() Presidente de la Generalidad de Cataluña, Carles Puigdemont, sobre el referéndum de independencia. Foto: Generalitat de Catalunya |
Cada momento que pasa hace más difícil acercar las posiciones en pugna. Los poderes del Estado, entre ellos el rey, no reparan que cuanto más negacionista sea su postura, más razones darán al nacionalismo catalán para seguir con sus demandas independentistas. Ahora mismo se está tensando una cuerda que en cualquier momento se puede romper.
Hablar de imposición nacional y negar la salida negociada no es más que ignorar la complejidad y conflictividad histórica de la política española, lo cual hace imposible la convivencia dentro de un país dominado por la diferencia territorial y nacional.
Es importante entender que, tradicionalmente, la demanda de independencia total es minoritaria. La forma de llevar a cabo la política ha sido siempre manteniendo un estatus especial dentro de España. Tampoco hay que negar que Cataluña es una comunidad económicamente avanzada, de modo que sus demandas de autonomía fiscal, aunque debatibles, no son ilegítimas.
Por lo tanto la salida más razonable y menos conflictiva es retomar de forma constructiva la negociación del 2006. El Gobierno central debería escuchar las demandas del nacionalismo catalán y llegar a algún tipo de acuerdo. Este no debería dejar de lado la posibilidad del referendo. El caso escocés es la prueba de que esta alternativa puede ser una solución. Aun así, los problemas que conlleva esta salida son enormes.
Lo único que está claro es el hecho de que este episodio demuestra, que el modelo político surgido de la transición española está caduco y no responde a las demandas políticas y sociales del país.
El más importante es la polarización política existente. El Partido Popular, que incluye a la extrema derecha española, utiliza estos hechos para movilizar apoyos sociales en el resto de España y ve su posición amenazada, al tener un voto cautivo que niega cualquier tipo de concesión soberanista. Por su parte, los partidos catalanes hacen lo mismo en su territorio.
No es descabellado considerar que los próximos pasos incluyan negación de la autonomía y, en el caso más extremo, presencia militar en la región.
Lo único que está claro es el hecho de que este episodio demuestra, una vez más, que el modelo político surgido de la transición española está caduco y no responde a las demandas políticas y sociales del país. Sea cual sea la salida a esta situación, España deberá abordar un profundo debate en los próximos años, con el objetivo de dejar atrás procesos políticos y sociales que niegan demandas claramente presentes en el país.
Este proceso debe incluir necesariamente una renegociación de la autonomía de los territorios, así como una reforma constitucional profunda. No hacerlo abocaría a España a enfrentar problemas como el planteado por Cataluña, cada vez de manera más frecuente y con menos posibilidades de resolución. Es hora de abandonar el supuesto equivocado de que España vive en el consenso y abrazar la compleja realidad del país, diseñando unas reglas de juego político que no nieguen los conflictos históricos, sino que los manejen de forma constructiva.
* Profesor titular de Relaciones Internacionales de la Universidad Jorge Tadeo Lozano.