El clientelismo no es una simple técnica electoral sino una forma de organización sociopolítica esencial para entender la historia de Colombia. El conocido sociólogo resume aquí su tesis clásica en lo que va desde el siglo XIX hasta el comienzo del fin del bipartidismo. La próxima semana publicaremos la Segunda Parte.
Francisco Leal Buitrago**
Premodernidad y bipartidismo sectario
Las guerras civiles de la segunda mitad del siglo XIX consolidaron el bipartidismo que se había incubado a mediados de ese siglo. Igualmente, gestaron el sectarismo que fue el motor principal de la dinámica partidista hasta el Frente Nacional. Esa consolidación de los partidos, aunada al movimiento regresivo de la Regeneración, cuyo punto nodal fue la Constitución de 1886, permitió que por primera vez se estableciera en Colombia un sistema político con características bien definidas.
En ese proceso, el bipartidismo se unió a la Iglesia Católica en su papel de integración política. Ambos fueron sustitutos distorsionantes de un Estado casi inexistente, en una sociedad rural, pobre y atrasada, con una población escasa y dispersa, y un vasto territorio profundamente diferenciado en sus regiones.
En estas circunstancias, la organización del bipartidismo no podía materializarse en instituciones. Tenía que ser, más bien, un sistema de operación de la política donde tendían a confundirse actividades públicas y privadas. La fuerza de la ideología adscriptiva -o de pertenencia al liberalismo o al conservatismo- era el sustento de las expresiones de un Estado en extremo débil.
Raíces del clientelismo
En este ambiente, el caciquismo -o patronazgo- estaba ligado al atraso general en la sociedad, reflejo de una organización pre-capitalista donde las relaciones mercantiles eran incipientes, la urbanización contaba apenas con pequeñas comunidades dominadas por relaciones personales, la disponibilidad de bienes era limitada y el Estado tenía una escasa cobertura geográfica. El caciquismo constituía entonces un recurso extendido, como compensación ante la incapacidad de las instituciones estatales para satisfacer las necesidades ciudadanas.
El clientelismo que hoy puede llamarse político no tenía clara diferenciación y se adscribía al conjunto de relaciones sociales cotidianas. El Estado institucional era solamente parte circunstancial de las relaciones de ‘clientela'. Y en el intercambio de favores primaban los recursos provenientes de una propiedad privada elemental. En la sociedad sobresalían los extremos de riqueza relativa y amplia pobreza, y las clases medias eran exiguas.
El recurrente faccionalismo político, motivado en buena medida por la diversidad y falta de integración entre regiones, se ocultaba tras la disciplina que imprimía la autoridad de los ‘jefes naturales' sobre cada uno de los dos agregados sectarios de facciones que conformaban los partidos.
Esta rala pero firme red de jefes creó y desarrolló por largo tiempo el carácter nacional de lo político. Sin capacidad para profesionalizar las milicias, recurso armado de la política en un Estado precario, ésta se definía mediante la fuerza entre facciones cambiantes con cada guerra civil. De esta forma, las jefaturas naturales lograron entretejer y articular verticalmente una amplia red de relaciones horizontales en la sociedad, red que constituyó el nivel local y regional del bipartidismo controlado por gamonales.
Este segundo nivel de organización del bipartidismo, las redes regionales y locales, se apoyaba en la adscripción, matrícula o ideología de pertenencia a uno u otro de los dos partidos por parte de la mayoría de la población. Sustentado en una actitud de subordinación pasiva, este nivel regional no requería de organización formal alguna, excepto cuando el sufragio tendió a universalizarse y los momentos electorales exigieron alguna organización jerárquica.
La articulación de los gamonales locales con los jefes naturales institucionalizó la dominación en términos bipartidistas, proporcionándoles contenido político nacional. Se alimentó con el sectarismo bipartidista que fue funcional mientras la sociedad mantuvo su condición agraria y atrasada.
Los enfrentamientos entre los partidos dentro de fuerzas sociales subordinadas no interferían con la limitada necesidad de configuración nacional. Por el contrario, la confrontación bipartidista proporcionaba casi la única dinámica que alimentaba la débil necesidad de cohesión nacional dentro de una sociedad con un Estado exiguo.
Una transición violenta
A partir de la década de 1940, la sociedad colombiana experimentó grandes cambios. Una modernización sostenida sirvió para que la organización social se supeditara a los patrones del capitalismo, la mayoría de la población pasara a ser urbana y distribuida en varias ciudades, y las clases sociales se diversificaran.
En este proceso, las instituciones del Estado aumentaron, crecieron y se modernizaron, y su régimen político pasó por varias recomposiciones. La más destacada de ellas fue la que se derivó del Frente Nacional, que emergió en 1958 y continuó operando como sistema hasta la promulgación de la Constitución de 1991, pese a que formalmente terminó en 1974. El bipartidismo liberal-conservador fue el eje de esta organización política.
El caciquismo se mantuvo como un ingrediente del sistema político hasta vísperas del Frente Nacional. Pero a partir de allí se transformó y proyectó como la relación política principal para articular el sistema que se organizó con el nuevo régimen. Los crecientes recursos estatales proporcionaron los medios necesarios para mantener esa articulación, y el bipartidismo pasó a ser la fuente de conformación de los gobiernos que administraron el Estado.
En este transcurso se puso a prueba, con gran éxito, la consistencia de la trama celular del bipartidismo: casi todas las expresiones del conflicto aparecieron mediadas por el bipartidismo.
Sin embargo, el nivel nacional tuvo momentos de gran dificultad para hacer valer su autoridad, como en los casos del desbordamiento de la violencia entre 1951 y 1953, y de las pretensiones de autonomía del gobierno militar entre 1956 y 1957. En estos casos, las jefaturas naturales hicieron uso de todo su potencial para movilizar el bipartidismo en apoyo de dos soluciones: el ‘golpe de opinión' de 1953 y el Frente Nacional de 1958.
Pero el Frente Nacional planteó con su prolongación como sistema la desvertebración del funcionamiento del sistema dentro de los cánones en que se había constituido a comienzos del siglo XX.
El desbordamiento de la capacidad de control político del régimen marcó el agotamiento de su funcionalidad dentro del contexto de la dominación. Por eso fue posible la transitoria solución de cambio de régimen con el gobierno militar, entre 1953 y 1958. Este cambio no fue suficiente, puesto que no sólo se revivieron los conflictos, sino que el gobierno militar pretendió prolongar lo que había sido proyectado por el bipartidismo como transitorio.
Se recurrió entonces a otra de las características del régimen: la tendencia a las coaliciones bipartidistas transitorias como mecanismo amortiguador de conflictos. Dado lo crítico de la situación, se aseguró la estabilidad de la nueva coalición con un mandato constitucional prolongado, cuestión que le bajaba el perfil al sectarismo, uno de los motivos principales del conflicto, pero también factor central de la reproducción bipartidista hasta ese entonces.
Contradictoriamente, antes, cuando no existían los partidos en la Constitución, todo el mundo era liberal o conservador. Pero cuando se definió en la Carta su existencia de manera exclusiva con el Frente Nacional, el debilitamiento ideológico comenzó a mermar su cobertura sobre la sociedad.
De esta manera, la función de control social del bipartidismo, acicateada por la diversificación social propia de la modernización, inició su resquebrajamiento.
El Estado se moderniza apoyado en el clientelismo
Pero el verdadero beneficio de los partidos con el crecimiento del Estado se logró a partir del Frente Nacional, una vez que se desmilitarizó el conflicto bipartidista y se despersonalizó el poder político.
Las instituciones del Estado comenzaron a crecer en la primera etapa de la transición, durante las dos décadas que rodearon la mitad del siglo XX.
El aparato paraestatal pudo colocarse a la par, en volumen de recursos y de personal, con el del sector tradicional, además de que complicó el antiguo y simple organigrama estatal. A partir de allí se desarrolló una maraña de relaciones administrativas dentro del Estado, que institucionalizó progresivamente el desorden a medida que el sistema político se consolidaba.
Este ‘desorden formal' del Estado contribuyó a la eficacia política que requería el uso clientelista de recursos. Los límites entre legalidad e ilegalidad en la utilización de recursos económicos se volvieron difusos, aparte de que la ilegalidad que pudo proliferar se hizo más difícil de detectar.
No solamente los flujos de recursos económicos pudieron acomodarse de mil maneras dentro de la maraña administrativa, sino que su sistema de control fiscal se diluyó.
Con la aprobación de la reforma constitucional de 1968, a cambio de dádivas políticas y beneficios económicos por parte del Gobierno, el Congreso quedó reducido en sus funciones y limitado en la iniciativa parlamentaria, su actividad fundamental.
Tal situación, unida al proceso de afirmación del sistema que requería la reproducción del bipartidismo, contribuyó a que el Congreso se convirtiera en instancia de legalización y legislación de las decisiones tomadas previamente por los gobiernos.
La limitación de su actividad principal y el nuevo perfil de la clase política fueron factores fundamentales para que la institución se transformara en la instancia de legitimación y coordinación de las relaciones de clientela.
La dinámica normal del profesional de la política en Colombia se dirige desde entonces a producir y conservar su capital electoral en el nivel local o regional de su contexto partidista. No obstante, la producción y conservación electoral exige recursos económicos que hay que conseguir y tramitar generalmente en lugares distintos a los de su feudo político. En éste se invierten el trabajo y los recursos indispensables para la reproducción de la base electoral.
La consecución de tales recursos muestra dos procesos diferenciados. El primero se refiere al dinero que es necesario recolectar para sufragar los costos de las campañas electorales que garanticen un triunfo en las elecciones. El segundo se relaciona con los recursos que es menester conseguir para invertir en las localidades, con el fin de mantener viva la fidelidad de los electores.
El ‘capitalismo salvaje' y su mediación clientelista
La expansión de la nómina del Estado se apoyó en la obligatoria paridad burocrática constitucional de los dos partidos tradicionales, y fue altamente funcional para integrar el excedente de mano de obra surgido de las transformaciones sociales que consolidaron el capitalismo. Particularmente, las nuevas clases medias encontraron en las instituciones del Estado un espacio de ubicación social muy importante.
El bipartidismo fue el encargado exclusivo de legitimar el tipo de desarrollo histórico que se operaba gracias a su monopolio sobre las decisiones del Estado.
Pero esa rápida absorción burocrática no era ilimitada. Tendió a estabilizarse a partir de los años setenta. La capacidad de expansión burocrática del Estado perdió flexibilidad y alcanzó un nivel de relativa saturación, debido a que copó los límites económico-fiscales y técnico-administrativos de lo que podría llamarse ecuación nacional contemporánea sociedad civil-Estado institucional.
La circulación burocrática se hizo lenta y pesada, por la dificultad de competir con quienes ya habían logrado integrarse al mecanismo. Solamente alteraciones relativamente bruscas en la distribución político-electoral producían desbarajustes de acomodamiento.
Pero el beneficio del bipartidismo con la modernización del Estado no se limitó a la absorción burocrática. Se fundamentó en la puja permanente por la expansión de toda clase de recursos con posibilidades de control oficial directo o indirecto.
Todo político profesional que lograba colocarse en primera línea de los procesos regionales de acumulación de capital electoral creaba una facción.
De ahí que el crecimiento del Estado durante el Frente Nacional se hubiera traducido en una gran capacidad para movilizar recursos de todo tipo con el fin de satisfacer, en primera instancia, las necesidades políticas de las facciones partidistas según su fuerza electoral y, secundariamente, para responder a las necesidades administrativas propias de un Estado capitalista.
Pero como el monopolio de la votación lo tenía el bipartidismo en forma preestablecida, las variaciones más frecuentes se presentaban debido a los cambios electorales entre sus cada vez más numerosas facciones regionales, y menos por la irrupción quijotesca de movimientos ajenos al férreo control de la cerrada asociación liberal-conservadora.
La competencia se generó, entonces, cuando cada facción buscaba mantenerse dentro del juego del sistema con las mayores ventajas posibles.
El control del bipartidismo sobre la administración del Estado condujo a que la clase política tendiera a hacer un uso indiscriminado de los recursos estatales. De ahí a que se viera como natural el usufructo privado de tales recursos y fuera fuente de desarrollo de multitud de prácticas y costumbres.
Estas fueron desde la ficción de pregonar cualquier tipo de paternidad de las acciones oficiales con el fin de obtener ventajas electorales o de otra índole, pasando por la asignación de recursos públicos para buscar compensaciones electorales, hasta la apropiación de tales recursos con el objetivo de enriquecimiento personal.
En esta forma de utilización de los recursos oficiales la supuesta racionalidad capitalista del Estado se volvió una meta secundaria.
Un real (y efectivo) ‘sistema político del clientelismo'
En este clientelismo subsiste una dosis grande de atavismo: se reproduce en buena medida el caciquismo, en parte porque las antiguas condiciones sociales de exclusión aún permanecen, aunque ya no de manera generalizada.
Las áreas deprimidas de la sociedad moderna lo son igual o tanto más que en el pasado precapitalista. Pero aun en la parte atávica hay una diferencia fundamental con respecto al caciquismo. Se trata de la injerencia creciente que tiene el Estado en el proceso.
La manifestación más visible de la injerencia estatal es la clara diferenciación que se da entre clientelismo político y otras formas del fenómeno. Esta diferenciación aparece como efecto residual de la separación entre Estado y sociedad civil propia de las organizaciones capitalistas.
Sin embargo, tal subproducto no sería del todo palpable si la participación estatal en el fenómeno clientelista no fuera mayoritaria en el aporte de los recursos usados para el tipo de intercambio que lo define.
En otras palabras, la utilización de los recursos oficiales para implementar las relaciones políticas de clientela constituye el aspecto central de la mediación estatal y, por tanto, del carácter moderno, nuevo, del fenómeno.
La activación del clientelismo en la sociedad desembocó en una situación que tiende a que se generalice la corrupción administrativa, no solamente en términos de la legalidad vigente sino también desde un punto de vista ético.
Decisiones y acciones, a todas luces correctas administrativa y legalmente, tienen el sello de la falta de ética política cuando al prever sus efectos se da prioridad a los dividendos privados electorales, relegando los beneficios públicos y sociales a segundo plano.
Toda la extensa gama de recursos del Estado que controlaba el bipartidismo le dio vida al ‘sistema político del clientelismo'. Sin la tutela estatal, la capacidad de reproducción clientelista desaparecería y el sistema tendría que reestructurarse.
Esta dependencia que creó el sistema bipartidista de los recursos estatales exige una articulación fluida entre ambas partes. Esta se da entre la clase política, que absorbe la identidad partidista, y las instituciones que albergan a los representantes de la sociedad elegidos directamente y que provienen de esa misma ‘clase'.
Lenta agonía del bipartidismo y autoritarismo regional
Con el eclipse progresivo de las ‘jefaturas naturales', el nivel nacional del bipartidismo fue perdiendo su efectividad, ya que aquéllas constituían su instrumentalización. Perdió, entre otras funciones, su capacidad de imponer disciplina en el seno de las colectividades.
Perdió también su función de aglutinación de los diversos segmentos del nivel local de los dos partidos, cuestión a la que contribuyó el desarrollo de las ciudades regionales.
Se daba rienda suelta a la tendencia al fraccionamiento partidista por la debilidad con que el nivel nacional ejercía su autoridad política. Ella se circunscribió cada vez más al plano institucional y normativo proporcionado por el Estado a través de los altos cargos.
El disminuido nivel nacional del bipartidismo asumía así la difícil tarea de coordinar una pléyade de facciones para mantener la ficción de un bipartidismo que comenzaba a operar multipartidariamente en las regiones, bipartidariamente en la competencia formal nacional y unipartidariamente en los beneficios derivados de la administración del Estado.
La pérdida de espacio político del nivel nacional del bipartidismo influyó en el nivel regional. Le dio realce en términos relativos por la pérdida de protagonismo de su contraparte. También le dio importancia en términos absolutos puesto que ganó autonomía, pero a costa de una desconexión política nacional.
Su articulación con el nivel nacional y con la política de Estado se debilitó y se redujo a su forma legal e institucional a través del ejercicio en los cuerpos colegiados y en los cargos designados por el Ejecutivo.
Los períodos electorales se convirtieron en los momentos de mayor ensamble entre los dos niveles. Solamente cuando las débiles autoridades nacionales de los partidos traducían intereses de poderosos caciques regionales o coincidían con ellos, aparecía disfrazada la disciplina de partido y conectada la política partidista con las decisiones de la política nacional.
La expresión visible del régimen democrático permaneció en el nivel nacional, mientras que un autoritarismo subnacional inició su expresión de manera dispersa en las regiones.
El nivel nacional del liberalismo y el conservatismo no pudo sostener así su papel rector en el proceso de reproducción del bipartidismo. Sin sectarismo, sin autoridad suficiente y sin capacidad de articulación efectiva, el nivel nacional cedió su puesto.
El sistema de reproducción de los partidos descendió al nivel regional. Y fue adoptado por éste, desconectado casi siempre de los problemas fundamentales de la política nacional y con la dispersión propia de las variadas realidades regionales.
Este sistema de reproducción creó su propia lógica y dinámica para compensar la insuficiencia y la crisis del nivel nacional, y pasó a comandar la reproducción de los partidos a partir de la política local. Su fuerza y estructuración se apoyan en el uso político del clientelismo, modernizado y revitalizado.
La ‘clase política', expresión de la profesionalización de su ejercicio
El líder que nació del nuevo clientelismo no está ligado necesariamente con el prestigio preestablecido por su ubicación dentro del sistema productivo. Esta figura subsiste, pero no constituye la tendencia dominante.
El nuevo líder político viene de abajo, con frecuencia de sectores sociales con pocos recursos económicos. No es un producto preestablecido del sistema económico; al menos directamente es una resultante del sistema político, de los mecanismos clientelistas que le han dado al líder los medios para escalar posiciones, generalmente en concordancia con su capacidad de interpretar y utilizar la racionalidad del sistema.
El moderno cacique es parte sustancial del sistema político del clientelismo, ya que fue uno de sus creadores e innovadores. En la medida en que tiene éxito dentro del sistema, que construye una red de relaciones articuladas horizontal y verticalmente apoyado en el intercambio de favores con recursos oficiales para reproducir un capital electoral, el moderno líder asciende en estatus social.
La política es ahora factor relativamente frecuente de movilidad social para líderes de base.
La movilidad social mediante el clientelismo fue uno de los fundamentos de formación contemporánea de una suerte de casta regional: la ‘clase política'.
Esta forma de profesionalismo con proyección nacional fue posible gracias al deterioro de las antiguas autoridades supremas del bipartidismo. Pero para que la práctica política se ‘democratizara' a través de este proceso relativamente rápido se requirió de la profesionalización de su ejercicio con el apoyo de una amplia gama de relaciones de clientela.
Sin embargo, la democratización del ejercicio político profesional quedó limitada en la práctica. Se desarrolló un ‘clientelismo monolítico', con mínima rotación, frente a lo que hubiera podido ser un ‘clientelismo fluido'.
La novedad del clientelismo como fenómeno contemporáneo no radica únicamente en su caracterización, sino, sobre todo, en que logró convertirse en el principal soporte de funcionamiento del sistema político.
El perfil profesional de la clase política se definió por sus esfuerzos de reproducción con características de casta. Tal reproducción se apoya en la acumulación y mantenimiento de un capital electoral que permita su elección y reelección en el Congreso, con frecuencia tras el previo tránsito por concejos municipales y asambleas departamentales.
Este proceso consume la mayor parte del tiempo y la energía de los así llamados parlamentarios, convirtiendo la ejecución de la tarea en objetivo y profesión. Su función política se limita a asegurar una permanencia formal como congresistas, y para ello el trabajo más efectivo no se realiza en el Capitolio Nacional.
Cuando los partidos tradicionales sustituían buena parte de las funciones de un Estado casi inexistente, la política era solamente bipartidismo. Era su sinónimo. No había posibilidad de que algo que fuera político no fuera, al mismo tiempo, partidista. No obstante esa preeminencia, la capacidad de los partidos de representar los intereses de la sociedad era limitada.
La visible sumisión de las clases subalternas era producto, en gran medida, de la pasividad relacionada con el atraso. No existía conformación de ciudadanía para la gran mayoría de la población y no había formas de organización intermedias con funciones políticas. Esta situación daba la impresión de una gran capacidad de representación de intereses por parte del bipartidismo.
El clientelismo político moderno -mercantil y dependiente del Estado- se apoya en el antiguo valor de lealtades sociales y se caracteriza por la apropiación privada de recursos oficiales con fines políticos.
Esta apropiación se ejerce mediante una vasta red de relaciones sociales con contraprestaciones.
El clientelismo cumple un papel de articulador de las relaciones políticas en la sociedad, las cuales definen la forma como opera la política (sistema político) a partir de las directrices reguladoras de las relaciones políticas (régimen político).
* Este artículo se apoya en mi libro (coautoría con Andrés Dávila), Clientelismo: El sistema político y su expresión regional, Bogotá, Universidad de los Andes (edición de conmemoración de los 60 años de la Universidad), 2010 (primera edición, Bogotá, Tercer Mundo Editores-Iepri, Universidad Nacional de Colombia, 1990).
** Profesor Honorario de las universidades Nacional de Colombia y de Los Andes