En su ascenso y en su muerte, Bin Laden fue en realidad un invento de George W. Bush y de Barack Obama. Y el verdadero enemigo de la Yihad no es el ejército de Estados Unidos, sino la revolución de los jóvenes que hoy está recorriendo el mundo árabe.
Boris Salazar*
Invento gringo
Cuando las tropas especiales de Estados Unidos ejecutaron a Osama Bin-Laden estaban matando a un muerto. Al menos a un muerto político. Como a un nuevo Frankenstein, el gobierno de Estados Unidos eliminó a su propio invento, pero esta vez sin sentimientos encontrados.
La había creado treinta años atrás, cuando un muy joven Bin-Laden, miembro de una familia muy rica de Arabia Saudita, se sumó a la resistencia afgana contra el régimen soviético implantado en ese país y contra su intervención militar posterior. Derrotado el régimen de Kabul y desaparecida la Unión Soviética, el joven militante encontró en su antiguo patrón y mentor al enemigo externo que habría de conducir su actividad militante a lo largo de los últimos años.
En un giro propio del "mundo en flujo" que se configuró tras la caída del Muro de Berlín, Bin-Laden pasó de ser un activo agente de la inteligencia estadounidense a enemigo menor. Pero no dejó de ser un activo del todo.
La llegada a la presidencia de Estados Unidos de un aspirante que ganó mediante trucos legales lo que había perdido en las urnas, creó la situación perfecta para que dos voluntades de poder se unieran en peligrosa armonía para generar el mundo en el que hoy vivimos:
- De un lado, George W. Bush necesitaba un evento que garantizara su permanencia en el poder y
- De otro lado Bin-Laden tenía que cristalizar un acto terrorista que no fuera un fracaso, como lo habían sido casi todas sus acciones anteriores.
Una torpeza genial
El ataque del 11 de septiembre no fue producto de la genial planificación de Bin-Laden. En realidad, el plan surgió de encuentros espontáneos entre distintos núcleos de activistas de la Yihad y la idea básica ya había circulado en algunos de esos medios. Era un plan genial en su torpeza.
Y tuvo posibilidades prácticas ante las fallas de coordinación -deliberadas o no- de los servicios de inteligencia de Estados Unidos. Como siempre ha ocurrido en esas redes de militantes islámicos, la activación de las células que habrían de realizarlo no fue ni jerárquica ni centralizada, y dependió más de decisiones espontáneas de jóvenes activistas dispuestos a morir por la causa.
Por supuesto, había lazos que los unían con la red de Al-Qaeda, pero ni los planes concretos para los atentados contra el World Trade Center y el Pentágono, ni la estructura de la red en su conjunto, estaban dirigidos en forma jerárquica Al-Qaeda no era un ejército y no lo es: constituye más un símbolo que puede usarse en cualquier lugar del mundo para activar la guerra contra Estados Unidos.
Los atentados del 11 de septiembre salvaron la presidencia de George W. Bush y dieron lugar al nacimiento de Bin-Laden y de Al-Qaeda como los grandes enemigos de Occidente. La guerra santa contra el terrorismo estaba lanzada y Bush pudo mantenerse en la presidencia y hacer negocios privados, con fondos estatales, como ningún presidente de Estados Unidos lo había hecho en el pasado.
Desde ese momento Bin-Laden pasó a ser el prisionero de sus creadores: símbolo del mal y del terror, su imagen se convirtió en la encarnación del mal: vestido de camuflado, portando un fusil de asalto y mirando con melancolía a la cámara, desde alguna cueva en Afganistán. Los videos que llegaban desde sus refugios de guerra parecían editados por la CIA.
Bin-Laden había completado el ciclo de su transformación: de promisorio magnate petrolero educado en los Estados Unidos había pasado a convertirse en su propia caricatura, presentándose en el formato que sus enemigos habían diseñado para él.
La otra reelección
Casi diez años después, otro presidente de Estados Unidos, Obama, acosado por una derecha feroz y estridente, y decidido a lograr la reelección, lanzó el asalto de comandos que acabaría con el terrorista perfecto para transformarlo en mártir, o en objeto de una justicia ejemplar. La interacción entre política electoral y guerra santa dejó de ser monopolio de Bush y de los republicanos, para pasar a hacer parte del arsenal de un partido demócrata enfrentado a un futuro ominoso de minoría sin capacidad de lucha.
Pero la operación en sí misma no es nada nuevo para el gobierno de Obama. Durante sus dos años en la Casa Blanca se ha ejecutado el mayor número de operaciones de aniquilación a distancia de toda la historia de Estados Unidos, mediante aviones-robot, o drones.
Desde su oficina en el Pentágono, Texas o Arizona, un funcionario hunde un botón y ve en la pantalla cómo algún jefe de la Yihad explota con su familia, a miles de kilómetros de distancia. Después de verificar que el objetivo haya sido destruido, se marcha a ver un partido de béisbol o a tomar unas cervezas con sus amigos -si los tiene. Es una simple rutina.
Lo único distinto en la ejecución de Bin-Laden fue el uso de tropas reales y el nombre de la víctima. El debate posterior sobre el respeto a los rituales musulmanes y a los derechos humanos es inútil. En la guerra santa que libran Estados Unidos y sus enemigos, no hay lugar para los derechos humanos. Sólo cuentan la supervivencia y la permanencia en el poder.
Rebeldes verdaderos, antídoto contra la Yihad
Pero Bin-Laden era un muerto en vida no sólo por su carácter de invención caricaturesca, sino porque la oleada revolucionaria del norte de África le quitó a la Yihad el monopolio sobre los cerebros de los jóvenes rebeldes de Oriente Medio.
Los que ahora están en las calles dispuestos a morir por la defensa de sus ideas y de su dignidad son el antídoto más fuerte y efectivo contra la Yihad. No necesitan matar a un enemigo abstracto situado muy lejos de casa, porque han descubierto que pueden derrocar a los déspotas que los han mantenido en la pobreza y en la humillación durante décadas.
Obama eliminó al símbolo de una estrategia inventada por Estados Unidos. Pero no podrá eliminar los movimientos espontáneos que ahora revolucionan a Oriente Medio y han derrocado algunos dictadores, y probablemente derrocarán a todos los déspotas que bien sirvieron a los intereses de Estados Unidos.
Como todo político enfrentado a un destino que no domina, las mejores acciones de Obama resultan tardías. La historia marcha más rápido que las operaciones de comando de un presidente en trance de reelección.
* Escritor, profesor del departamento de Economía de la Universidad del Valle. Su último libro, escrito con María del Pilar Castillo y Boris Salazar, es ¿A dónde ir? Un análisis del desplazamiento forzado.