Artículo conmemorativo del sesquicentenario de su nacimiento
Baldomero Sanín Cano (1861-1957)
Por David Jiménez *
Sanín Cano nació hace ciento cincuenta años, el 27 de junio de 1861, “mientras repercutía en todos los ámbitos del país el eco de las batallas triunfales a que se debió la Constitución de 1863, sancionada en Rionegro”, su lugar de nacimiento. El mismo Sanín afirma que, a pesar de su corta edad cuando se reunió la Convención que aprobó la Constitución más liberal de la historia colombiana, los nombres de algunos constituyentes, como Santiago Pérez, Francisco Javier Zaldúa y Salvador Camacho Roldán, permanecieron en su memoria. Lo mismo afirma de algunas frases que oyó y sólo llegó a comprender después, cuando, reflexionadas y ampliadas, se convirtieron en principios fundadores de su adhesión a las ideas del liberalismo radical.
Desde su primer ensayo de importancia, “Núñez, poeta”, publicado en 1888, el mismo año en que aparece Azul de Rubén Darío, Sanín Cano empieza la defensa de la modernización estética, centrada en la noción de autonomía. En un momento tan temprano de su trayectoria, y del modernismo, su perspectiva es ya radicalmente esteticista, con todas las implicaciones que para entonces tenía esta posición frente a la tradición hispánica y conservadora: el arte verdadero no es un utensilio político ni un instrumento didáctico moralizante ni medio de propaganda doctrinaria. Hay que emancipar la obra artística de toda finalidad extraña a su valor puramente estético. Las consecuencias políticas de esta concepción estética fueron decisivas y pueden medirse por la reacción que suscitó en personajes como Miguel Antonio Caro. Para la mentalidad conservadora, nada podía ser más ajeno y nocivo que la idea de autonomía. Según Caro, todo debía religarse y subordinarse a un solo principio: la religión católica, su verdad dogmática. Y ese vínculo entre poesía y dogma se consideraba sagrado. Sanín Cano sostiene lo contrario: el arte no debe subordinarse a nada. Ni religión ni política son instancias superiores que legitimen o justifiquen la obra artística. Son esferas independientes, cada una con su propia legalidad. El joven crítico sitúa su polémica en el corazón mismo de la “Regeneración”: Caro y Núñez hacen uso indebido de sus versos, al convertir la poesía en sierva de sus intereses sectarios. Su intolerancia literaria es la otra cara de su intolerancia política.
Años más tarde, en 1904, Sanín Cano encuentra un nuevo cauce para su tarea de agitación y difusión de ideas: la fundación de la Revista Contemporánea, publicada entre octubre de 1904 y septiembre de 1905. En el primer artículo de la revista, “Porvenir del castellano”, firmado por él, polemiza con Juan Valera, novelista español muy apreciado entonces por los escritores adictos a la tradición hispánica en Colombia. “En América se avergüenzan de ser españoles de origen; han dado en el chiste de apellidarse latinos; muchos tienen el propósito de desechar el castellano, de independizarse también en este punto y de salir hablando nuevas lenguas”, escribe Valera, citado por Sanín. Según el español, en su salida lanza en ristre contra los modernistas, los jóvenes escritores de América “no leen libro alguno de autor español y, o no leen nada, o leen libros franceses o ingleses, admirándolo todo en ellos, hasta las más insignes extravagancias”. Este tipo de opiniones, con su tono burlón y su punto de vista estrecho, indignaba a Sanín Cano. Diez años antes había escrito uno de sus mejores ensayos de juventud, “De lo exótico”, en el cual sostenía que el escritor moderno tiene la obligación de abrirse a todos los influjos nuevos y extraños, para enriquecer lo propio. El patriotismo y la estrechez de miras vienen juntos, según él. Las palabras de Valera parecen sopesadas y escritas, aunque no lo fueron, pensando en Sanín Cano, un hombre que en realidad tuvo en poca estima la cultura tradicional española y se propuso estudiar una gama amplia de lenguas modernas para leer sus literaturas en el idioma original, hasta lograr hacerlo en inglés, francés, italiano, alemán y danés. “Hay algunos que no viven en adoración extática ante los primores del castellano viejo”: esa es la queja del rancio escritor español, dice irónicamente el crítico colombiano en el artículo de la Revista Contemporánea. Él, por el contrario, pensaba que “las gentes nuevas del Nuevo Mundo tienen derecho a toda la vida del pensamiento”, una afirmación que halló su eco más sonoro en Jorge Luis Borges.
“Porvenir del castellano” es, en su intención de fondo, una polémica con los académicos de la lengua en sus pretensiones de “conservar el idioma” y ser “depositarios de la lengua”. No son los “depositarios”, pero su función sí es moderar: “son el poder conservador, allí donde el pueblo atiende a las funciones de elemento revolucionario”, sostiene Sanín. Y habría que tomar en consideración cada término de su exposición, porque parece intencional el doble plano de significado: “poder conservador” y “pueblo revolucionario” son expresiones de un antagonismo que, en cuanto a la vida del idioma, tiene un peso simbólico, pero en lo que se refiere a la vida política es literal y supone una toma de posición valorativa. Sanín Cano polemiza aquí con el académico español Juan Valera; sin embargo, la querella implícita es contra Caros y Marroquines: “Es la lengua un cuerpo organizado, expuesto, como todos ellos, a las flaquezas de la vida y a sus maneras de transformación. La palabra conservador aplicada a quien presume de tener bajo su guarda una cosa organizada y viva, es de valor dudoso, y las prácticas conservadoras son en este caso tristemente inanes. Comprendemos que haya conservadores de museos y bibliotecas, conservadores de reliquias, de tradiciones, de leyes derogadas, de lenguas que nadie habla y de símbolos muertos; de cuanto parece, por su naturaleza, solidificado en formas definitivas. La lengua que se decanta y cristaliza, ya está muerta; esa es preciso conservarla por un procedimiento semejante al que se usa con las frutas tratadas por el alcohol y puestas en vasijas a prueba de contacto atmosférico. Un melocotón en la plenitud de su madurez es la lengua que usan el artista escogido y el pueblo; uno conservado en alcohol es la lengua que se deshace y que las academias tienen con amor superfluo y estéril bajo su cuidado”.
El gran maestro de la crítica literaria fue, para Baldomero Sanín Cano, el danés Georg Brandes. Sanín sostuvo correspondencia epistolar con él desde 1889 y lo conoció personalmente en Copenhague, en 1915. Aprendió danés para leerlo en la lengua propia del escritor y descubrir los secretos artísticos de su prosa, según cuenta en el capítulo que le dedica en De mi vida y otras vidas. En 1925 pronunció en Buenos Aires una conferencia sobre la obra de Brandes, en cuyo tono admirativo es posible percibir que el conferencista comparte plenamente la visión de la crítica que expone como ajena. Brandes distingue dos puntos de vista para analizar una obra literaria: el estético y el histórico. Ambos son propiedad de la crítica literaria y, lejos de ser mutuamente excluyentes, deben coexistir en la aproximación del crítico. Desde el punto de vista estético, la obra literaria aparece como obra de arte, “un todo que existe de por sí, aparte de las relaciones con el mundo exterior”. Desde el punto de vista histórico, la obra literaria se reconoce como “una arbitraria sección de un tejido sin fin, vario y complicado”. Tal vez por influencia de Brandes fue transformándose Sanín Cano en un crítico de ideas, interesado ante todo por la atmósfera espiritual de la época y la posición del escritor en su medio intelectual. “Tal es la obra del crítico: comprender, comprenderlo todo, iluminar períodos literarios, darle a cada obra su posición en la historia de las ideas y de las formas artísticas, todo ello en un estilo de absoluta claridad y hasta donde sea posible, digno, proporcionado, capaz de reflejar la vida. De esta manera entendida, la crítica literaria es una obra de arte”, escribe, refiriéndose a Brandes, pero seguramente asumiendo que es también su propia concepción de la crítica.
En su último libro, El humanismo y el progreso del hombre, publicado en 1955, hay algunos ensayos en los que Sanín Cano comienza a reflexionar sobre fenómenos de la cultura de masas y la posibilidad no tan lejana de un final histórico para el arte y la literatura. Son artículos casi siempre contemporáneos o posteriores a la segunda guerra mundial, en los que se ocupa de cuestiones como la industria del libro, la masificación del público lector, la disminución de la lectura literaria propiamente dicha, la incidencia del deporte, de la radio y del cine en el hábito de leer, es decir, todos aquellos temas que hoy constituyen la materia de una sociología de la literatura. Desde la perspectiva de un crítico cultural, con una mirada sociológica sagaz, muestra cómo la mercancía libro se ha convertido en el mediador universal de la creación literaria y cómo ésta resulta comprometida con todos los avatares de la comercialización del producto, el precio del papel, las dificultades de comunicación, las interferencias de la política. La industrialización del libro y la masificación del público lector no pueden tomarse como signos de progreso espiritual. Más bien al contrario. Hay un retroceso en la importancia del libro como vehículo de ideas y como obra de arte literaria. El porvenir es incierto, pues la humanidad se encamina hacia preocupaciones más prácticas y perspectivas de éxito más inmediato.
El ensayista colombiano que a comienzos de siglo añoró la modernización intelectual del país e hizo por ella quizá más que cualquier otro escritor en nuestra historia vive lo suficiente para ver un decepcionante cambio de rumbo, un giro que no había previsto. En los artículos finales de su último libro publicado, el tono es de apacible pesimismo: el libro ha devenido objeto de diversión, a lo sumo de amena divulgación instructiva. Su carácter de instrumento decisivo en la producción del conocimiento humano tiende a ser cosa del pasado. La literatura ha llegado a ser universal en sentido enajenado, no en la alta aspiración humanista de Brandes, pues no hay literatura nacional que pueda sustraerse al mecanismo mundial de la mercantilización del arte. El esfuerzo exigido por la obra orgánica de largo aliento no encuentra ya disposición en el lector distraído, jalonado aquí y allá por nuevos intereses y diversiones. Sanín Cano, el otrora defensor de la ciencia como factor fundamental de la cultura moderna, sostiene ahora que la civilización ha terminado por antagonizar con la cultura y llega, por momentos, a pensar que solo un retroceso de la primera podría favorecer la recuperación de la conciencia moral y de los valores que supuestamente fundamentaban la sociedad moderna, en especial los dos más amenazados: la libertad y la individualidad. Por otra parte, el espectáculo de los jóvenes estudiantes alemanes e italianos devotamente empeñados en la quema de libros, en nombre de ideales nacional-socialistas y fascistas, fue para Sanín Cano el síntoma de una época desolada y quizá definitivamente sentenciada a sucumbir. Esas muecas de júbilo alrededor de la hoguera en la que ardían las ideas de muchos siglos ejercieron en él la fascinación de un símbolo de retroceso a la barbarie.
Sanín Cano murió en 1957, a los 96 años. Había sido periodista, en el viejo sentido de la palabra, diplomático por corto tiempo y funcionario del gobierno de Rafael Reyes. Residió en Londres entre 1909 y 1922, colaboró en la revista Hispania que entonces publicaba en esa ciudad Santiago Pérez Triana y fue corresponsal del diario La Nación de Buenos Aires. Ocupó la cátedra de lengua y literatura españolas en la universidad de Edimburgo. Entre 1941 y 1945 fue rector de la universidad del Cauca. Una edición facsimilar de la Revista Contemporánea fue publicada en 2006 por la universidad Externado de Colombia, al cuidado del sociólogo Gonzalo Cataño. Este mismo investigador ha venido reuniendo y publicando en varios volúmenes los artículos de Sanín Cano dispersos en periódicos y revistas.
*Cofundador de Razón Pública. Para ver el perfil del autor, haga clic aquí.