Al momento de hablar de las poblaciones foráneas, en Colombia se tiene una gran debilidad: referirse a los hipopótamos como una especie en extremo peligrosa que debe ser eliminada de manera sistemática. En el país existe una población de 120 hipopótamos que viven en estado de libertad. Son descendientes de unos especímenes traídos a Colombia por Pablo Escobar y que encontraron en el Magdalena Medio unas condiciones propicias para su vida y reproducción. Hoy en día, dicen, el asunto es inmanejable. Se afirma, con razón, que son animales en extremos peligrosos; se dice, debatiblemente, que son un peligro para el medio ambiente de las haciendas ganaderas.
Con este referente sobre la mesa, quisiera sumarme a las voces sin resonancia que señalan el peligro de otra especie introducida de la que poco se habla, el búfalo, que amenaza verdaderamente con acabar la magia cultural y riqueza de los ecosistemas cenagosos de la Depresión Momposina. Cuando la cultura ganadera del búfalo llega a la ciénaga nada queda, ni bosques inundables, ni zapales, ni bocachicos, ni babillas… ni gente.
Los búfalos del Caribe representan el 40% de la población de esta especie en el país, unas 380.000 cabezas de ganado. Si hacemos una correspondencia grosera entre el peso del hipopótamo y el del Búfalo, que guardan una relación de 1 a 4, estaríamos hablando de unos 95.000 hipopótamos acabando día a día el hogar de cientos de especies originarias.
¿Cómo puede el búfalo, que fue traído a Colombia en los años 60’s, ser causante de tantos estragos al mundo cienaguero?
A diferencia de otras ganaderías, el búfalo es como un gigante chivo de pantano. Intrusivamente aplasta en verano con todo el peso de sus mil kilos los nidos de las tortugas en plena época de desove. Arrasa con todo y no le teme al agua. El búfalo come semillas, plántulas, algas, los detritos que comen los bocachicos y los zapales, siendo estos últimos unos micro-ecosistemas que conservan la humedad en tiempos secos permitiendo el tránsito permanente de mamíferos como el jaguar o el venado.
La reproducción de los búfalos tiene sin embargo un propósito adicional al lucro del negocio ganadero. Son utilizados para ocupar unas tierras cenagosas de uso colectivo que han sido históricamente de las comunidades. La técnica es sencilla: cuando bajan las aguas, se cerca el territorio de uso comunal trayendo a los mencionados animales; hablamos de todo un proceso de despojo estacional tendiente a lo permanente. Y es que en la región Caribe existe la creencia que los terrenos secos que deja la ciénaga en verano son tierras baldías. Y así, en tanto tierras baldías, cuando se seque definitivamente la ciénaga, estará siempre latente la posibilidad de convertirlas en predios individuales y en zonas privatizables bajo diferentes argucias y mecanismos legales; una de ellas es reivindicar ocupación, usufructo o tenencia por haber desperdigado unas cuantas cabezas de ganado que secan la ciénaga.
La apropiación ilegal de la ciénaga, llevada a cabo por los terratenientes a través del búfalo, no solamente destruye irreparablemente los ecosistemas, sino que priva a las comunidades de pescadores a su derecho a la alimentación. A través de este mamífero se destruye una práctica consuetudinaria de ocupación estacional consistente (en tiempos de aguas bajas) en el aprovechamiento de la humedad y riqueza orgánica de la tierra desaguada mejorando la productividad de sus cultivos de pancojer; se destruye, también (en tiempos de aguas bajas), el ecosistema de microorganismos, macro-invertebrados y vegetación no arbórea que permite la continuidad de la vida alrededor de la pesca.
La posibilidad de enfrentarse a esta situación es limitada para las comunidades. La violencia de la cultura ganadera-terrateniente les hace callar la pérdida del derecho a usar la ciénaga en verano, y al mismo tiempo arrasa con un singular ecosistema que por 3.000 años dio asiento a una sociedad hidráulica sin parangón en América: la llamada cultura Zenú.
Existe adicionalmente entre la clase política regional un discurso que pareciera legitimar la extinción de las ciénagas en beneficio de la ganadería. En diciembre de 2022 la gobernación de Sucre recogía citas descontextualizadas del Dane, señalando a las inundaciones como causa de una pobreza monetaria donde la población vive con sólo 354 mil pesos mensuales. Frente a este “dato” solo cabe señalar una obviedad: si la gente pesca y vive del pancojer necesita menos dinero para la alimentación; por consiguiente: tiene otras necesidades de monetarización. Esta tendenciosa “numerología” pasa por alto que las inundaciones estacionales de las regiones cenagosas no son un problema, sino el actuar de un enorme sifón natural, por ello se llama Depresión Momposina, que permite catalizar los inviernos andinos regulando el cauce de la vida en las tierras bajas. Eliminar el sifón de la ciénaga, olvidan estos “técnicos”, implica incrementar el riesgo de terribles desastres naturales como el ocurrido en 2011.
Podemos ver que la opacidad de la realidad del búfalo contrasta con la luminosidad de la denuncia a la presencia del hipopótamo. Es preciso abandonar el pasado mafioso y dejar de dar pantalla al legado de Pablo Escobar. El ambientalismo no puede sucumbir ante el sensacionalismo que suscitan las especies invasoras que mojan prensa, evitando abordar problemáticas sociales complejas ligadas al extractivismo de los recursos naturales y la expansión del latifundio ganadero. Por múltiples razones el búfalo debe ser proscrito de las regiones cenagosas y las riveras de los ríos y espejos de agua en Colombia.
Adenda. Los procesos de reforma agraria, o como quiera llamarse a la democratización de la tierra que pretende el gobierno, tienen que tener en cuenta la vocación anfibia de la población cienaguera. Otorgar tierras en la sabana, donde no hay agua ni pescado, es condenar a la población a vivir bajo pautas de sobrevivencia desconocidas. Llevará, inexorablemente, a la venta de la tierra y a la generación de nuevas olas de emigración acentuando las condiciones de miseria sub-urbana.