Protagonista multifacético de la cultura caribe: su novela vanguardista La Casa Grande, sus aportes al Nuevo Periodismo, su trabajo en el cine y en la publicidad son credenciales más que suficientes. Su propia vida fue su gran obra de arte.
Nicolás Pernett *
Un personaje de novela
Durante todo el año 2012 hemos recordado especialmente a Álvaro Cepeda Samudio por dos razones: cumplirse cuarenta años de su muerte, ocurrida el 12 de octubre de 1972 en Nueva York y celebrar los cincuenta años de la publicación de su novela La casa grande.
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Esta obra fundamental en la literatura colombiana suele pasar desapercibida en muchas discusiones sobre la novela colombiana, así como también le suele pasar a su autor, habiendo sido uno de los grandes promotores de la cultura colombiana durante la segunda mitad del siglo pasado.
Tal vez Cepeda Samudio haya sido víctima de su propia vida, intensa y desabrochada: cuando se menciona su nombre, acuden más fácilmente a la cabeza anécdotas de parrandas interminables con sus amigos de La Cueva o historias de conquistas amorosas, que el título de sus libros. O sencillamente, se le reconoce más como “uno de los amigos de García Márquez”, en lugar de ahondar en lo valioso de su corta pero decisiva obra.
También es posible que debido a su carácter de escritor costeño en un país donde la “alta cultura” se sigue produciendo en la capital, se preste poca atención a este hombre excepcional, quien en apenas cuarenta y seis años de vida alcanzó a dejar su impronta en la literatura, el periodismo, la publicidad y el cine de nuestro país.
Mirando más allá
Álvaro Cepeda Samudio nació y se formó en Barranquilla, una ciudad que se erigió desde principios del siglo XX como el eje de la innovación cultural y económica de Colombia. Cepeda creció allá, bajo la influencia de maestros como José Félix Fuenmayor y el “sabio catalán” Ramón Vinyes, fundador de la revista Voces.
Esta fue una de las primeras publicaciones en Colombia que se deslindaron de la anquilosada cultura andino–centrista y que se expusieron a influencias refrescantes que venían del exterior, en especial la rica literatura que se estaba escribiendo en Estados Unidos, tan emparentada con la cultura y la historia del Caribe, para bien o para mal.
Por ese entonces, Barranquilla era una ciudad pujante, donde había nacido la aviación comercial y en donde emergían grandes nuevos negocios, como la cervecería de la familia Santodomingo, donde Cepeda Samudio trabajó durante muchos años.
Todavía hoy los eslóganes que Cepeda ideó para impulsar la venta de la cerveza “sin igual y siempre igual” son reconocidos como algunas de las frases más efectivas en la historia de la publicidad en Colombia y siguen siendo referentes de la cultura popular: “Costeña o Costeñita, tan buena la grande, como la chiquita” y “El Carnaval se hace con Águila”.
También en su ciudad natal Álvaro Cepeda desplegó sus inquietudes en torno al periodismo, carrera que estudió en Estados Unidos en 1949. Introdujo una visión moderna al oficio periodístico nacional, tendencia que después sería llamada Nuevo Periodismo: crónicas noticiosas estrechamente emparentadas con la literatura, combinadas con una diagramación atractiva.
Cepeda Samudio aplicó estas nuevas estrategias primero a El Nacional y luego al Diario del Caribe, periódico que dirigió por varios años, así como al semanario Crónica, una aventura fugaz emprendida con algunos amigos escritores, donde la literatura alternaba sin problemas con el deporte, otra de sus grandes pasiones.
El grupo de Barranquilla y un nuevo tipo de novela
Sería también en la capital del Atlántico donde a comienzos de la década de 1950 se empezó a gestar lo que después sería conocido como “el grupo de Barranquilla”: la confraternidad espontánea e informal de algunos de los artistas, intelectuales y hombres de poder más importantes de nuestro país durante los últimos sesenta años.
Gabriel García Márquez, Alejandro Obregón, Germán Vargas, Cecilia Porras, Julio Mario Sandomingo y Álvaro Cepeda Samudio, entre otros, constituirían un grupo que se empezó a reunir en torno a las mesas de la Librería Mundo o en tiendas de barrio, a discutir la literatura de William Faulkner o de Julio Cortázar (autores apenas conocidos en el resto del país), o sencillamente a mamarle gallo interminablemente a la vida.
Una de las discusiones recurrentes de los contertulios del Grupo de Barranquilla solía ser la manera como se había representado en la literatura nacional la violencia política que asoló al país durante la década de los cuarenta y cincuenta.
La inconformidad principal, expresada posteriormente en un artículo de García Márquez titulado “Dos o tres cosas sobre la novela de la Violencia” [1] era que los novelistas de la etapa anterior se habían dedicado principalmente a describir con minuciosidad los detalles de la carnicería política, llegando al extremo de convertirla en crónica roja, en lugar de transmutarla y evaluarla poéticamente y, sobre todo, se habían quedado en el conteo de los muertos, cuando lo importante eran los vivos que quedaban después de la barbarie, marcados por el terror.
La Casa Grande
Álvaro Cepeda Samudio respondió a este problema escribiendo una novela en la que se trataba la masacre de las bananeras de 1928, un episodio poco conocido hasta entonces por fuera de la Costa Atlántica, y que Cepeda conocía bien pues había vivido varios años de su infancia en Ciénaga, epicentro de la huelga y posterior matanza.
La casa grande, como se llamó la novela aparecida en 1962 — uno de los últimos libros editados por la Revista Mito — trató el episodio de violencia desde las complejas implicaciones sicológicas que tuvo en una familia de clase alta de la zona bananera del Magdalena.
En lugar de quedarse en descripciones o en denuncias sobre lo ocurrido, la novela abunda en experimentos narrativos con diversas formas de contar la historia, desde los diálogos cortos y certeros que constituyen el primer capítulo (y que después serían llevados al teatro en la famosa obra “Soldados”, de Carlos José Reyes) hasta la minuta militar por medio de la cual se describe la persecución a los huelguistas al final, pasando por flujos de conciencia en primera persona y descripciones objetivas de tono casi periodístico.
La novela no sólo significaría uno de los más grandes avances técnicos de la narrativa colombiana desde quizás los Cuatro años a bordo de mí mismo de Eduardo Zalamea Borda, sino que abriría el camino a una serie de novelas que empezarían a tratar del tema de las bananeras del Magdalena, y la masacre de los trabajadores de 1928, siendo la mención más famosa la de Cien años de soledad, que apareció cinco años después.
Toda su vida un carnaval
Como si todo esto hubiera sido poco, Cepeda Samudio también fue un apasionado del cine y uno de los principales promotores del séptimo arte en el país. Desde cuando se enamoró de la gran pantalla durante su estadía en Estados Unidos, se propuso trabajar en varios proyectos relacionados con el cine en Colombia, como la fundación del Centro Cinematográfico del Caribe a comienzos de la década de los sesenta y una serie documental sobre el Carnaval de Barranquilla, pocos años antes de su muerte.
Pero sin duda su proyecto cinematográfico más recordado fue el corto La langosta azul, realizado en compañía de Enrique Grau y Luis Vicens en 1954: uno de los escasos ejemplos de surrealismo a la colombiana en el cine, grabado en Tolú y con la participación de Nereo López y de Gabriel García Márquez.
Sin embargo, cuando los restos de Álvaro Cepeda Samudio fueron traídos de Nueva York a sus funerales en Barranquilla a finales de 1972, muchas de las personas que lo acompañaron en su marcha final ni siquiera estaban enteradas de todos estos logros alcanzados por él en el ámbito de la cultura del país.
Más bien asistieron al entierro multitudinario para despedir al “nene” Cepeda, simplemente porque lo recordaban como un amigo de todo el mundo en la ciudad, un conversador inagotable que se hacía querer de todos por su extroversión y ocurrencias, y que manejaba su Jeep como un loco de arriba abajo, con un tabaco en la boca, siempre planeando la siguiente aventura increíble.
Si alguna vez García Márquez dijo que escribía para que sus amigos lo quisieran más, se puede decir que Cepeda Samudio eligió la vida por encima de la literatura, y vivió también para que sus amigos lo quisieran más y para querer más a la vida.
Ese vitalismo irrefrenable, donde sentir era más importante que escribir, fue una de las causas de que su producción literaria haya sido tan escasa. Además de los dos tomos de cuentos que alcanzó a publicar en vida, una sola novela constituye su legado literario.
Estas producciones, además de la innegable influencia que ejerció en tan variados campos son credenciales suficientes para que ocupe un lugar de honor en la historia de la cultura colombiana.
* Historiador de la Universidad Nacional, docente universitario y candidato a la Maestría en Literatura y Cultura del Seminario Andrés Bello. Director de la revista www.detihablalahistoria.com