El gobierno Santos tiene la obligación y tal parece la intención de ir más allá de la doctrina militarista del gobierno saliente. ¿Lo logrará?
César González Muñoz *
El gobierno que se instala el sábado está ahora mismo en cónclave, discutiendo prioridades y caminos. Flota en el ambiente la figura de la continuidad; del continuismo, para ser más precisos. Pero ahora se siente que esa figura no va a ser abrumadora, en contra de las promesas de Juan Manuel Santos en su campaña; se percibe que la pura doctrina uribista se va a mantener sólo en algunos santuarios vinculados al establecimiento militar. ¿O será que tengo alucinaciones?
Hay reformas indispensables, sin las cuales Colombia no tiene manera de llegar a ser un país próspero, apacible y justo. He ahí lo importante. Pero lo urgente, como es usual, se va a llevar una buena parte de los tiempos y las energías de la nueva administración.
En la agenda política están la reforma a la justicia, la reforma fiscal, las regalías, los “nuevos viejos” ministerios, la reforma del sistema de seguridad social. Aún cuando no está en primera línea, también es cierto que todavía le debemos a la historia una reforma agraria pertinente y seria, que rescate a la sociedad rural de la trampa de la pobreza; a pesar de las insistentes declaraciones oficiales, el nuevo gobierno tendrá que admitir más temprano que tarde que Colombia no ha logrado establecer un régimen tributario progresivo que sea la base de un gasto público social eficiente y redistributivo. El combate a la desigualdad social debería el centro mismo y la vara de medir la calidad de la política pública.
Entre lo urgente y lo importante hay temas intermedios. Menciono algunos relacionados con la gestión económica. Colombia necesita aumentar el peso de la inversión pública y privada en el ingreso nacional, aumentar el tamaño del comercio exterior, preservar la estabilidad macroeconómica, corregir las tendencias viciosas de la tasa de cambio, establecer un ambiente más sensato y justo en el manejo de las rentas privadas en actividades mineras y petroleras.
Y hay innumerables problemas que exigen salidas y soluciones urgentes. Muchos de ellos tienen que ver con las finanzas estatales; menciono sólo dos: Cómo impedir el colapso financiero de la salud y de las pensiones, y cómo financiar los mandatos constitucionales sobre la protección, el rescate y la reparación de los millones de desplazados por la violencia.
Más allá de sus afanes cotidianos, los economistas del alto gobierno saben, o deben saber, que los hechos están convirtiendo el debate político de fondo en el tema prioritario de los analistas económicos. Deben reconocer que los buenos resultados económicos dependen, a la larga, de la confianza que produzcan las instituciones políticas en la mente de la ciudadanía y de la percepción local e internacional sobre la seguridad de la vida en Colombia. Una nación desconfiada sobre su propio futuro no tiene oportunidad alguna.
Enfrentamos dos opciones: Una, la de un país que se levanta sobre bases democráticas, en el que el poder no sea el resultado del crudo ejercicio de la fuerza armada; un país donde se respeten las libertades individuales y la separación de poderes. Un país cuyo territorio esté efectivamente bajo el control de las instituciones estatales. Un país, apacible, no un país apaciguado ni pacificado. Y la otra, la de un país cuyo régimen político es impuesto por los señores de la guerra, y sus depredaciones se convierten, para los dueños del poder, en los costos inevitables de mantener “el orden”. Esta es una disyuntiva que no se ha resuelto, que exige decisiones políticas fundamentales y que tiene implicaciones financieras y fiscales. Ojalá que los economistas en el poder formal puedan ser cerebros útiles en esa definición histórica.
*Cofundador de Razón Pública. Para ver el perfil del autor, haga clic aquí.